Estas líneas son idénticas a las que lanza un náufrago en el interior de una botella movido por la remotísima esperanza de que las corrientes marinas las conduzcan a alguna playa, a algún puerto, y de que, cuando eso suceda, del que las escribió no queden únicamente los descarnados huesos. Lo dicho hasta aquí, por lo demás, es inexacto: no serán huesos lo que hallen de nosotros, sino otra cosa.
Verá usted, a quien lleguen estos folios, a quien tenga el suficiente interés como para no lanzarlos al cubo de la basura... ¡Ah, la juventud eterna!, la que sin recompensas, sin halagos, sigue buscando y, hecho el hallazgo, sigue como si nada hubiera sucedido... Va a entenderme ahora: cuentan, y es una historia de nautas aventureros, que luego de vencer a la Gorgona o a la Medusa –que son dos palabras equivalentes que designan el mismo horror–, Perseo le cortó la cabeza y presenció cómo del cuello sangrante emergía Pegaso, el blanquísimo caballo alado (siempre me pregunté cómo es que en lo monstruoso puede albergarse no sólo lo fantástico, sino lo bello –y viceversa–). Pero me estoy desviando; usted disculpará. Esas reflexiones no son válidas porque no es este su espacio. Luego de que Perseo, el de los mil recursos, hubo degollado a la Gorgona, guardó con una delicadeza que rayaba en lo femenino, la cabeza. La guardó en una bolsa. Dicen que era de ver la ternura con la que la llevaba siempre, los cuidados que le prodigaba (y cómo no, si Medusa se convirtió en manos de Perseo en un arma nunca vista. Debió tratarla con el mismo cuidado con que el explorador inmerso en las llanuras del África trata su rifle). En fin: sólo después de vencer a la Gorgona, Perseo pudo darse el lujo, porque eso fue un lujo, de fundar la sabia y prudente Atenas. Esa es la historia que cuentan, mas debe usted saber que es exacta en el caso de Perseo, no en el de la Gorgona, porque nunca existió una Gorgona. No diga nada, no me replique aún: una revelación no es tal hasta que se cumple o hasta que se ha desentrañado el sentido oculto, el enigma que siempre encierra.
Nunca existió una Gorgona, digo, y hay razón para afirmarlo, al menos en el caso de estas tierras que habitábamos nosotros, y digo habitábamos porque ahora sólo estamos aquí... Varios de nosotros fuimos viendo cómo, uno a uno, nuestros amigos iban trocándose en estatuas de sí mismos hasta formar una gigantesca y alucinante galería que comenzó a extenderse por toda esta isla. Todo inició en el puerto de Inbrun, con el desembarco de aquel submarino norteamericano. A poco de su llegada, en el prostíbulo de Mama Stasia, ésta descubrió que sobre el lecho de Chacha Siby estaba su escultura y la del marino que la noche anterior subió con ella, adivine en qué pose... Pero eso no sólo no alarmó a nadie, sino que fue aprovechado de manera magistral por Mama Stasia: colocó la escultura a la entrada del prostíbulo y la clientela aumentó; cuando las esculturas de Peppo y otro marino fueron encontradas en uno de los baños del mismo prostíbulo tiernamente abrazados, y sin un calcetín, la Mama volvió a aprovechar la circunstancia y colocó la doble escultura en la puerta, al lado opuesto de la Chacha Siby, y la clientela no sólo aumentó al doble, sino que se diversificó, y Mama Stasia contrató un grupo numeroso de jóvenes bien parecidos y dispuestos, y las entradas en dólares se quintuplicaron en un solo mes. Ir al negocio de la Mama era una novedad hasta para nosotros: corría el vino sin mesura y tres orquestas tocaban, turnándose, toda la noche. Claro que ya para entonces la galería se había incrementado: parejas de esculturas sonrientes en un giro de baile, distribuidas estratégicamente en el salón; grupos de hombres en las mesas en el trance de un brindis nunca terminado; un grupo de muchachas en un sillón... ¿Pero a quién le importaba por entonces? A nosotros, que encontrábamos una novedad todos los días en casa de Mama Stasia, no.
Así seguimos hasta que Mama Stasia fue encontrada frente a la caja, contando para siempre unos dólares de piedra. Entonces sí, porque fue entonces cuando el fenómeno rebasó las puertas del congal de la Mama, comenzamos a preocuparnos. Y lo hicimos porque, de los siete que éramos, Galio quedó para siempre sentado en el autobús que nos llevaba de casa de la Mama a nuestro barrio, el mismo día que la encontramos a ella hecha una estatua. De los seis que quedábamos Manlio permanece para siempre recargado, con la rodilla flexionada, sobre un poste: esperaba a que llegáramos todos. Los restantes cinco, entonces, decidimos vivir en mi departamento para cuidarnos de una amenaza que ninguno sabía de dónde provenía ni cómo atacaba. Pero dos días después de lo de Manlio encontramos a Talio frente a la estufa, después de oprimir uno de los calentadores (el agua, incluso, se había consumido, y la tetera estaba al rojo vivo). Dalio, que fue quien descubrió el hecho, corrió hacia la salida del departamento y en el instante de abrir la puerta, con un alarido de terror en el rostro, quedó con la manija en la mano para siempre. Los que quedábamos salimos por la puerta entreabierta, llegamos a la calle sólo para descubrir aquella multitud de esculturas en las más extrañas poses: un hombre haciéndole parada a un autobús; el chofer del mismo, con el volante en las manos; un mendigo en cuclillas, con el brazo estirado hacia un viandante que nunca se detuvo... ¿Qué fue de los otros que quedaban conmigo? No sé: esto que pongo aquí es cuanto he presenciado. Pero sé decir, en cambio, que el peligro jamás estuvo afuera, como todos creímos, que cada uno de nosotros llevó desde siempre una Gorgona que lo fue haciendo, sin que se diera cuenta y desde adentro, una estatua de piedra.
Ahora estoy en lo alto de un acantilado. Antes de ser lo que no quiero, opto por el suicidio. Espero sólo que nadie más, fuera de esta isla, abra el camino a su Gorgona, porque no puede haber tantos Perseos como Gorgonas.
Y con el gesto dilatado vegetamos mientras pasa la vida.
ResponderEliminarEs un placer leerte Paco.
Lo disfruté muchísimo, gracias.
Muy interesante. Me encantó el texto. Gracias Paco.
ResponderEliminarMuy interesante. Me encantó el texto. Gracias Paco.
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