Era un tigre aleopardado, era un leopardo atigrado. Lo encontré un día cualquiera sobre el escritorio de la biblioteca de mi casa; en acecho. Su mirada de sable, sus colmillos húmedos, centelleantes, me provocaron mareos, como si la tierra se hubiera trastocado; creí desvanecerme, pero el pensar que la bestia acabaría conmigo si caía al suelo, me sostuvo en pie. Sus ojos hipnóticos me llamaban, desde el fondo de las entrañas de la tierra, me estaban llamando.

¿De dónde había salido la fiera? Parecía estar en su casa. ¿Por qué en mi escritorio? ¿Estaba ahíto? ¿muerto de hambre? ¿Le recordaba a alguien? Me miraba como si yo le perteneciera, como si siempre le hubiera pertenecido. ¿Sería para él sólo un bocado? El animal, magnífico en verdad, lanzó un rugido y sin más saltó al piano de cola, mi grito silencioso se perdió en palpitaciones de locura. La bestia buscó acomodo inútilmente, y tranquila regresó a mi escritorio, se acomodó sin prisas, alzó su pata, me la tendió, como si aguardara la proximidad de mi mano. En la panoplia, frente al escritorio, en exhibición la Fabbri, la MP7 de la Heckler & Koch, y la que para mí era la más bella, esa Beretta M-90. Busqué la llave con la mirada, calculé las posibilidades de abrir el mueble, tomar una de las armas y, disparar antes de que me cayera encima, ninguna posibilidad, me repetí, y sin embargo tenía que probar, no me abandonaría, sin más, al capricho de sus fauces, de sus garras. Un confín de azogue tras la sombra jade de sus ojos, me detuvo. El presagio se encontraba dibujado en la parte posterior de su globo ocular. De inmediato supe que ese augurio hablaba de mí, aunque la fiera lo ocultara velándolo tras sus ópalos de fuego y esmeralda, pulidos por milenios. Asimétrica su criptografía, era, sin embargo augur presente de mi futuro. El animal parpadeó, el tiempo se detuvo. Al abrir de nuevo los ojos, una lágrima resbaló por su mejilla. La Bestia aprovechó mi distracción restregándose los ojos, colocó suavemente su cabeza por entre sus patas y semejó dormir. Sentí enojo, El secreto de mi destino tendría que esperar, no lo dejaría alejarse sin haberlo desentrañado.
En ese momento reparé en el reloj antiguo de cuerpo entero. iba a dar la hora. Me dirigí a éste con el hálito suspendido. El repiqueteo de las campanadas lo despertaría de súbito, y de seguro le provocaría una violenta reacción, tenía que impedirlo, tan sólo faltaban unos pocos segundos para la hora. Localicé la llave, se me cayó y deslizándose quedó bajo el escritorio. Me agaché, mis dientes castañeteaban. Cuando faltaban 10 segundos para que -9-, las campanas del reloj empezarán a sonar- 8-, pude abrir la puerta de vidrio esmerilado -7-, y detuve el badajo -6-, y las manecillas – 5-, el reloj se resistía con fuerza maquinal, -4-, giré el minutero para el lado contrario -3-, me di cuenta que de nuevo marcaban la misma hora,-2-, metí la llave con premura y le di cuerda-1-, hasta reventarla -0-...
Ya encontraría alguna explicación que darle a Juan Pablo sobre esa cuerda; inservible ahora. La llave en la puerta de entrada me hizo reaccionar. Cogí mi bolso y salí corriendo, de puntillas. Lo tomé del brazo como un vendaval, lo besé apasionadamente y lo saqué de casa, cuando volteé antes de cerrar con llave, la fiera estaba ahí, expectante. Un terror sobrenatural me hizo correr, desaforada bajé de dos en dos los escalones, corrí hacia el auto temiendo mirar atrás.
Seductora, conduje a Juan Pablo a su restaurante favorito. A la mañana siguiente salía a Roma. Le dije que se me antojaba escaparme esa noche con él al Four Seasons. Protestó porque tenía que recoger su maleta de casa.
Yo te la llevo en avión a Roma.
¿Y tu libro?
Ya arreglé todo. Esta noche es nuestra.
Me besó. Deslizó su mano bajo mi falda, al ver la mirada del pelirrojo de melena leonada sentado frente a nosotros, desdoblé la servilleta de tela y cubrí mis piernas, ahora entre abiertas. Disimulé mi placer riendo, convirtiendo mis ayees en suspiros entrecortados, la temperatura subía, como si el mercurio del termómetro fuera a hacerse añicos, no resistí más, sus labios sofocaron mi grito.
Pide la cuenta, ¡pídela!
Me refugié en el baño, respiré a profundidad sólo una vez, no quería apaciguar del todo mi excitación. Me dio un ataque de risa al recordar los ojos del pelirrojo, que al espiarnos parecían querer escapar de sus cuencas. Al salir del baño, ahí estaba el individuo, hiperventilado, me aguardaba, de un de repente sus manos estaban bajo mis nalgas, su torso incrustado en el mío, separé la cabeza con fuerza y lo mordí en el cuello.
Su aullido de dolor aún retumbaba cuando llegué junto a Juan Pablo,
le susurré: voy pidiendo el auto.
Esa voluptuosa noche me recordó las primeras algo olvidadas, podría decir que nos entregamos por entero si no hubiera sido por la imagen presente del hermoso animal y la profecía que me aguardaban en casa.
Desde luego que no tomé el avión la mañana prometida, ni al día siguiente, ni después del día siguiente.
Frente a mí escritorio coloqué una mesita. En lugar de mi
Apple, ahora bajo el peso aleopardado, tomé mi IPad para continuar la novela. Cada vez que alzaba la vista, la llama de sus ojos encendía mi fiebre en calosfríos.
Día a día me prometía develar el misterioso augurio, que de cuando en cuando se dejaba ver; no lograra descifrarlo. En ocasiones, era yo la que frente a la suya desviaba la vista.
La primera noche atranqué la puerta de mi recámara.
Insomne, lo escuché rondar frente a mi puerta.
La segunda noche, atranqué la puerta de mi recámara.
Insomne, lo escuché husmear bajo mi puerta.
A la tercera noche, únicamente la cerré con llave.
Toda la noche arañó mi puerta.
Al quinto, la dejé entre abierta.
De seguro esa noche podría descifrar mi augurio, me dije. Esa luz que sólo de la sombra surge.
Sibilino, se apostó en el respaldo del sillón de piel de cabritilla.
Me rindió el sueño sin lograr descifrar mi sino.
Vislumbré, así lo pienso, más no lo sé, sé que no pudo ser, que no pudo haber sido, que sonámbula buscaba entre los dibujos de su piel, que mis dedos se entreveraban entre sus trazos, universo de zodiacos y lácteas. Sus negros círculos concéntricos, hurtadores de vida, me entrampaban al girar. Me extravié frente a circunferencias truncadas, reflejos de pasajes cabalísticos en busca de un yo interior perdido en retruécanos de sombras, cuyas energías se proyectaban en otros reinos sensibles, no materiales, se trasmutaban en rayas, en láminas de Rochard, en arcos de violines desbocados, sonidos tejedores de cuerdas, de caracoleantes conchas, de remolinos inconclusos en abultadas pinceladas. Setos amurallados me interceptaron, me embrollé en entradas sin salidas. Busqué y rebusqué en la profundidad de sus grabados, el enigma...
Un rugido, un feroz rugido, me abrió los ojos que tropezaron con mis párpados aferrados a otros párpados, así pude verme con el corazón en la mano, cortadas de raíz arterias y venas de donde brotaban ríos de sangre que estampaban en mi cuerpo deseos aleopardados, desgarros atigrados.
Con esfuerzo logré atraer el corazón a mi pecho, muy a tiempo, pues se sucedió un abrir de párpados, unos tras otros, cada vez más acerados, multitud de ojos, de párpados diluidos, me arrastraron en torbellino hacia el fondo de un abismo.
A punto de quedarme sin aliento percibí mis manos acariciando mi cuerpo húmedo. Destapada de sábanas mi entrepierna. Inmóvil, la bestia me miraba. Sin pudor alguno, sin cubrirme siquiera, llegué a la ducha, tibia el agua se deslizó por mi piel, exudaba un olor varonilmente ácido, como de bestia. Aspiré con fruición un otro aroma mineral que serpenteaba subterráneo por mis venas, el recuerdo y el deseo me acuclilló y, yo me pasmé ante el correr del agua, sus caminos, encrucijadas y zigzagueos; su huida, que como lluvia de octubre deslavaba mi cordura abandonándome al prodigio.
Juan Pablo abrió la puerta y me llamó, fui hacia él para impedir que entrara. Entre el desconcierto, la furia y un sentimiento de alivio al verme sana y salva, me abrazó, besándome salvajemente.
El rugido atronador de la bestia a mis espaldas, me paralizó. De un salto cayó sobre Juan Pablo y de un zarpazo le arrancó la cabeza.
Se echó sobre mi, el golpe me dejó inconsciente, cuando abrí los ojos vi en los suyos claramente mi augurio: un cráneo humano, mi cráneo, dibujado minuciosamente en el interior de una calavera, mi calavera. Entendí el porqué de mi fascinación.
La muerte era mi reflejo.
Suspiré enamorada ante mi destino. Abrí sus fauces. La bestia no opuso resistencia. Introduje en ésta mi cabeza, rodee su cuerpo, sus hermosas grecas con mis piernas, los latidos de mi corazón se aunaron a los suyos, me dispuse a morir, con temblores esperé sus colmillos, ansié su mordida. Su aliento de fuego me provocó un orgasmo que se llevó mi memoria, mi ser, mi identidad, mi sin sentido.
¿Qué está haciendo? ¿Qué hace?Como si mi vida hubiera perdido importancia, la bestia separó su cabeza, la mía cayó al garete. Me miró sin interés alguno, desvió su mirada de mi urgencia.
Se retira.
¡Qué haces!, le grito, me levanto, me sacudo.
Tanto para nada, me digo al ver a Juan Pablo despatarrado y sin cabeza, los dedos de sus finas manos, mudos ya de conciertos y sinfonías.
Busco al animal por toda la casa, no lo encuentro, voy a mi escritorio, nada, lo llamo:
¡Bestia maldita! ¡Maldita bestia!.
La fiera ha desaparecido y con ella mi glorioso destino.
Y entonces comprendo mi error: el presagio era para Juan Pablo, yo sólo había servido de señuelo, por eso seguía viva. Lloro de celos, grito de rabia, me doy de golpes contra el escritorio hasta que el dolor me derrumba en sollozos.
Tomo la Beretta, la descargo en el cuerpo de Juan Pablo. En su rostro no, para no destruir sus facciones que aún me embelesan.
Tocan a la puerta, subo y bajo escaleras, no quiero abrir, ni asomarme siquiera, camino errática por toda la casa, no dejan de tocar, me decido, me asomo por una esquina de la ventana.
En la puerta, sin soltar el timbre, el pelirrojo de melena leonada, espera. Antes de abrir, tomo La Fabbri.
¿De dónde había salido la fiera? Parecía estar en su casa. ¿Por qué en mi escritorio? ¿Estaba ahíto? ¿muerto de hambre? ¿Le recordaba a alguien? Me miraba como si yo le perteneciera, como si siempre le hubiera pertenecido. ¿Sería para él sólo un bocado? El animal, magnífico en verdad, lanzó un rugido y sin más saltó al piano de cola, mi grito silencioso se perdió en palpitaciones de locura. La bestia buscó acomodo inútilmente, y tranquila regresó a mi escritorio, se acomodó sin prisas, alzó su pata, me la tendió, como si aguardara la proximidad de mi mano. En la panoplia, frente al escritorio, en exhibición la Fabbri, la MP7 de la Heckler & Koch, y la que para mí era la más bella, esa Beretta M-90. Busqué la llave con la mirada, calculé las posibilidades de abrir el mueble, tomar una de las armas y, disparar antes de que me cayera encima, ninguna posibilidad, me repetí, y sin embargo tenía que probar, no me abandonaría, sin más, al capricho de sus fauces, de sus garras. Un confín de azogue tras la sombra jade de sus ojos, me detuvo. El presagio se encontraba dibujado en la parte posterior de su globo ocular. De inmediato supe que ese augurio hablaba de mí, aunque la fiera lo ocultara velándolo tras sus ópalos de fuego y esmeralda, pulidos por milenios. Asimétrica su criptografía, era, sin embargo augur presente de mi futuro. El animal parpadeó, el tiempo se detuvo. Al abrir de nuevo los ojos, una lágrima resbaló por su mejilla. La Bestia aprovechó mi distracción restregándose los ojos, colocó suavemente su cabeza por entre sus patas y semejó dormir. Sentí enojo, El secreto de mi destino tendría que esperar, no lo dejaría alejarse sin haberlo desentrañado.
En ese momento reparé en el reloj antiguo de cuerpo entero. iba a dar la hora. Me dirigí a éste con el hálito suspendido. El repiqueteo de las campanadas lo despertaría de súbito, y de seguro le provocaría una violenta reacción, tenía que impedirlo, tan sólo faltaban unos pocos segundos para la hora. Localicé la llave, se me cayó y deslizándose quedó bajo el escritorio. Me agaché, mis dientes castañeteaban. Cuando faltaban 10 segundos para que -9-, las campanas del reloj empezarán a sonar- 8-, pude abrir la puerta de vidrio esmerilado -7-, y detuve el badajo -6-, y las manecillas – 5-, el reloj se resistía con fuerza maquinal, -4-, giré el minutero para el lado contrario -3-, me di cuenta que de nuevo marcaban la misma hora,-2-, metí la llave con premura y le di cuerda-1-, hasta reventarla -0-...
Ya encontraría alguna explicación que darle a Juan Pablo sobre esa cuerda; inservible ahora. La llave en la puerta de entrada me hizo reaccionar. Cogí mi bolso y salí corriendo, de puntillas. Lo tomé del brazo como un vendaval, lo besé apasionadamente y lo saqué de casa, cuando volteé antes de cerrar con llave, la fiera estaba ahí, expectante. Un terror sobrenatural me hizo correr, desaforada bajé de dos en dos los escalones, corrí hacia el auto temiendo mirar atrás.
Seductora, conduje a Juan Pablo a su restaurante favorito. A la mañana siguiente salía a Roma. Le dije que se me antojaba escaparme esa noche con él al Four Seasons. Protestó porque tenía que recoger su maleta de casa.
Yo te la llevo en avión a Roma.
¿Y tu libro?
Ya arreglé todo. Esta noche es nuestra.
Me besó. Deslizó su mano bajo mi falda, al ver la mirada del pelirrojo de melena leonada sentado frente a nosotros, desdoblé la servilleta de tela y cubrí mis piernas, ahora entre abiertas. Disimulé mi placer riendo, convirtiendo mis ayees en suspiros entrecortados, la temperatura subía, como si el mercurio del termómetro fuera a hacerse añicos, no resistí más, sus labios sofocaron mi grito.
Pide la cuenta, ¡pídela!
Me refugié en el baño, respiré a profundidad sólo una vez, no quería apaciguar del todo mi excitación. Me dio un ataque de risa al recordar los ojos del pelirrojo, que al espiarnos parecían querer escapar de sus cuencas. Al salir del baño, ahí estaba el individuo, hiperventilado, me aguardaba, de un de repente sus manos estaban bajo mis nalgas, su torso incrustado en el mío, separé la cabeza con fuerza y lo mordí en el cuello.
Su aullido de dolor aún retumbaba cuando llegué junto a Juan Pablo,
le susurré: voy pidiendo el auto.
Esa voluptuosa noche me recordó las primeras algo olvidadas, podría decir que nos entregamos por entero si no hubiera sido por la imagen presente del hermoso animal y la profecía que me aguardaban en casa.
Desde luego que no tomé el avión la mañana prometida, ni al día siguiente, ni después del día siguiente.
Frente a mí escritorio coloqué una mesita. En lugar de mi
Apple, ahora bajo el peso aleopardado, tomé mi IPad para continuar la novela. Cada vez que alzaba la vista, la llama de sus ojos encendía mi fiebre en calosfríos.
Día a día me prometía develar el misterioso augurio, que de cuando en cuando se dejaba ver; no lograra descifrarlo. En ocasiones, era yo la que frente a la suya desviaba la vista.
La primera noche atranqué la puerta de mi recámara.
La segunda noche, atranqué la puerta de mi recámara.
Insomne, lo escuché husmear bajo mi puerta.
A la tercera noche, únicamente la cerré con llave.
Toda la noche arañó mi puerta.
Al quinto, la dejé entre abierta.
De seguro esa noche podría descifrar mi augurio, me dije. Esa luz que sólo de la sombra surge.
Sibilino, se apostó en el respaldo del sillón de piel de cabritilla.
Me rindió el sueño sin lograr descifrar mi sino.
Vislumbré, así lo pienso, más no lo sé, sé que no pudo ser, que no pudo haber sido, que sonámbula buscaba entre los dibujos de su piel, que mis dedos se entreveraban entre sus trazos, universo de zodiacos y lácteas. Sus negros círculos concéntricos, hurtadores de vida, me entrampaban al girar. Me extravié frente a circunferencias truncadas, reflejos de pasajes cabalísticos en busca de un yo interior perdido en retruécanos de sombras, cuyas energías se proyectaban en otros reinos sensibles, no materiales, se trasmutaban en rayas, en láminas de Rochard, en arcos de violines desbocados, sonidos tejedores de cuerdas, de caracoleantes conchas, de remolinos inconclusos en abultadas pinceladas. Setos amurallados me interceptaron, me embrollé en entradas sin salidas. Busqué y rebusqué en la profundidad de sus grabados, el enigma...
Un rugido, un feroz rugido, me abrió los ojos que tropezaron con mis párpados aferrados a otros párpados, así pude verme con el corazón en la mano, cortadas de raíz arterias y venas de donde brotaban ríos de sangre que estampaban en mi cuerpo deseos aleopardados, desgarros atigrados.
Con esfuerzo logré atraer el corazón a mi pecho, muy a tiempo, pues se sucedió un abrir de párpados, unos tras otros, cada vez más acerados, multitud de ojos, de párpados diluidos, me arrastraron en torbellino hacia el fondo de un abismo.
A punto de quedarme sin aliento percibí mis manos acariciando mi cuerpo húmedo. Destapada de sábanas mi entrepierna. Inmóvil, la bestia me miraba. Sin pudor alguno, sin cubrirme siquiera, llegué a la ducha, tibia el agua se deslizó por mi piel, exudaba un olor varonilmente ácido, como de bestia. Aspiré con fruición un otro aroma mineral que serpenteaba subterráneo por mis venas, el recuerdo y el deseo me acuclilló y, yo me pasmé ante el correr del agua, sus caminos, encrucijadas y zigzagueos; su huida, que como lluvia de octubre deslavaba mi cordura abandonándome al prodigio.
Juan Pablo abrió la puerta y me llamó, fui hacia él para impedir que entrara. Entre el desconcierto, la furia y un sentimiento de alivio al verme sana y salva, me abrazó, besándome salvajemente.
El rugido atronador de la bestia a mis espaldas, me paralizó. De un salto cayó sobre Juan Pablo y de un zarpazo le arrancó la cabeza.
Se echó sobre mi, el golpe me dejó inconsciente, cuando abrí los ojos vi en los suyos claramente mi augurio: un cráneo humano, mi cráneo, dibujado minuciosamente en el interior de una calavera, mi calavera. Entendí el porqué de mi fascinación.
La muerte era mi reflejo.
Suspiré enamorada ante mi destino. Abrí sus fauces. La bestia no opuso resistencia. Introduje en ésta mi cabeza, rodee su cuerpo, sus hermosas grecas con mis piernas, los latidos de mi corazón se aunaron a los suyos, me dispuse a morir, con temblores esperé sus colmillos, ansié su mordida. Su aliento de fuego me provocó un orgasmo que se llevó mi memoria, mi ser, mi identidad, mi sin sentido.
¿Qué está haciendo? ¿Qué hace?Como si mi vida hubiera perdido importancia, la bestia separó su cabeza, la mía cayó al garete. Me miró sin interés alguno, desvió su mirada de mi urgencia.
Se retira.
¡Qué haces!, le grito, me levanto, me sacudo.
Tanto para nada, me digo al ver a Juan Pablo despatarrado y sin cabeza, los dedos de sus finas manos, mudos ya de conciertos y sinfonías.
Busco al animal por toda la casa, no lo encuentro, voy a mi escritorio, nada, lo llamo:
¡Bestia maldita! ¡Maldita bestia!.
La fiera ha desaparecido y con ella mi glorioso destino.
Y entonces comprendo mi error: el presagio era para Juan Pablo, yo sólo había servido de señuelo, por eso seguía viva. Lloro de celos, grito de rabia, me doy de golpes contra el escritorio hasta que el dolor me derrumba en sollozos.
Tomo la Beretta, la descargo en el cuerpo de Juan Pablo. En su rostro no, para no destruir sus facciones que aún me embelesan.
Tocan a la puerta, subo y bajo escaleras, no quiero abrir, ni asomarme siquiera, camino errática por toda la casa, no dejan de tocar, me decido, me asomo por una esquina de la ventana.
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