viernes, 4 de diciembre de 2015

Angel de la guarda, por Margarita Aizpuru

   

Elsa sostenía entre sus manos los anillos de su madre. Los apretaba mientras oía con la cabeza baja los regaños. De vez en cuando asentía, aceptando su culpa, pero no soltaba los anillos.

-Dámelos, Elsita, eres muy pequeña para usarlos.

La niña seguía con su actitud, en tanto su mamá volteaba hacía la cuna, donde el recién nacido empezaba a llorar reclamando alimento.

-Tu ángel de la guarda se va a poner triste. Esos anillos son míos y los tomaste sin permiso.

La pequeña abrió las manos, su mamá tomó los anillos, se los puso y corrió a calmar al bebé. Deseando ayudar, Elsa agarró el biberón con las manos sucias. El llanto del bebé se incrementó y cuando la señora vio a Elsa ofrecerle el biberón lleno de manchas de mugre, su paciencia llegó al límite.

-¡Lávate las manos inmediatamente y no vuelvas a tocar nada de tu hermano!

Elsa corrió al baño y se lavó las manos con agua. A sus escasos tres años, el jabón estaba muy alto y no tenía estatura suficiente para alcanzarlo. Sólo podía abrir el grifo y medio cerrarlo, dejando un pequeño hilillo de agua. Su cerebro comprendía solo una parte de lo que pasaba y últimamente todo estaba lleno de nuevas cosas: su hermano, la cuna, biberones y amenazas. Sobre todo lo último. Se imaginaba su ángel de la guarda a sus espaldas, llorando, enojado a veces. Otras, temía lo peor: que se enfermara, como su mamá, y se fuera unos días al hospital, donde le darían un nuevo niño para cuidar, y entonces ella quedaría sin ángel.

Durante la cena, Elsa había olvidado sus temores respecto al ángel y comía unas salchichas frente al televisor. Su mamá bañaba a su hermano. La niña se acostó temprano y se durmió inmediatamente.

En medio de la noche la despertó el fuerte aleteo de un pájaro grande y un golpe en la pared. Se levantó, fue hacia un gran perro de peluche colocado bajo la ventana y se subió en él. Corrió un poco la cortina y buscó al pájaro entre las ramas. No vio nada y regresó a la cama. Cerró los ojos y escuchó un chillido tenue cuando la vencía el sueño.

En la mañana, estaba tan inquieta que apenas pudo soportar el largo proceso de ser vestida y tomar el desayuno. Pidió permiso de jugar en el jardín. Su madre accedió, dándole un paquetito que contenía donas azucaradas. Buscó con cuidado al pájaro en los árboles, sobre el césped, caminando con cuidado para no pisarlo. Así llegó a un rincón donde crecían alcatraces en grandes cantidades. Los separó con las manos y vio algo que la conmovió: su ángel de la guarda yacía entre los alcatraces con los ojos entrecerrados y un ala llena de sangre.

El ángel parecía haberla visto, pero no se movía. Era muy feo y pequeño, del tamaño de Elsita. Un ángel de niños. Se llenó de terror al pensar que si su ángel moría nadie iba a cuidar de ella, y apretó las manos haciendo que el empaque de las donas crujiera. El ángel abrió los ojos y lanzó una mirada ansiosa a las donas. La niña abrió una esquina del empaque y el ángel estiró la mano, esperando el alimento. Levantó un poco su cuerpo adolorido, arrebató el paquete de donas y se las comió con todo y empaque.

Esa fue una señal. Elsa corrió a la cocina y extrajo toda clase de golosinas: galletas, dulces y una botella de plástico con jugo de naranja. Llevó las cosas en etapas, usando la falda como medio de transporte. Trabajaba de prisa, pero cada vez que llegaba el ángel se había comido todo. El jugo de naranja pareció gustarle mucho e hizo señas a Elsa pidiendo más. La niña negó con la cabeza y trató de explicarle que ya no había jugo en casa.

Habiéndose saciado, el ángel empezó a acariciarse el ala herida. Elsa acercó su pequeña mano y trató de tocarlo. El ángel se retiró. La niña vio las grandes manchas de sangre y corrió a la casa para pedirle a su mamá que lo curara. La encontró lavando trastes en la cocina, con el rostro descompuesto por la falta de sueño.

-¡Mi ángel de la guarda se cortó un ala! ¡Está tirado! ¡No puede volar!

La madre apenas giró la cabeza.

-Ayúdalo tú, yo estoy ocupada. Arriba en el baño hay banditas.

La niña subió las escaleras de prisa. Cuando estaba inclinada sacando las banditas, vio una caja de pañuelos desechables y la tomó. El sol estaba en lo alto cuando Elsita terminó de curar al ángel. En el ala herida brillaban las banditas. La sangre que manchaba los pañuelos desechables lucía de un rojo intenso. Eso fue lo último que la pequeña recordó. Nunca pudo precisar en que momento el ángel dejó el rincón del jardín, pero sabía que siempre la cuidaría como ella cuidó de él.

Al paso del tiempo Elsa crecía y se alegraba, pues su ángel se desarrollaba junto con ella. Lo sentía grande y fuerte, vigilándola. La adolescencia llegó y con ella las primeras dudas de la existencia del ángel. La universidad y la edad adulta no permitieron que aquellos recuerdos, hechos ya jirones, fueran parte de su realidad. El ángel había sido una fantasía infantil.




Estaba en París, dejándose seducir por un cuadro enorme en el museo del Louvre. Era el primer viaje que hacía sola ejerciendo su libertad de adulta. Miraba fascinada al ángel del cuadro: alto, rubio, fuerte. Los recuerdos le murmuraban que había algo de cierto en el pasaje de su infancia y la lógica le gritaba que eran ilusiones. Atrás de ella, un hombre tenía sus ojos fijos en sus manos adornadas con anillos muy valiosos. El hombre se tensó cuando Elsa volteó. Desvió un poco su mirada codiciosa, no sin antes haber captado la gruesa cadena de oro del cuello. La siguió durante horas en su recorrido por el museo. Cuando salieron a la calle ya estaba oscuro.

Elsa caminaba distraída rumbo al hotel, apretando las manos por las sensaciones que había despertado en ella, el cuadro del ángel. Su perseguidor acariciaba una navaja. La joven se desvió hacia un callejón estrecho, solitario, sumido en un silencio apenas interrumpido por los pasos detrás de ella. Su corazón se desbocó cuando volteó y vio la silueta amenazadora, y la navaja lanzando destellos de muerte. Se precipitó a la distante salida. Sentía al asaltante acercándose. Un grito se congeló en su garganta. Ante la cercana muerte, la mente se le nubló. Oyó un aleteo. Era fuerte, poderoso y provocó un viento que le alborotó el cabello. Las piernas se le doblaron y cayó de rodillas. Se cubrió el rostro y esperó el ataque.

Los pasos se extinguieron. Elsa quitó las manos de su cara y volteó. Su perseguidor yacía en un charco de sangre con la cabeza semidesprendida. A un lado, un enorme ser desplegó sus alas mostrando una cicatriz en una de ellas. Su ángel de la guarda había crecido. Sus recuerdos eran ciertos, y esa certeza la llenó de serenidad, mientras la mortecina luz de la luna iluminaba el gigantesco cuerpo de la gárgola.

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