No tenía por qué regresar, pero las manos del recuerdo me empujaron a hacerlo. En el quicio de la puerta el pasado estrechó mi alma. Di el primer paso.
Desde un rincón de la entrada unos grandes ojos amarillos de pupilas alargadas me miraban fijamente. El lomo erizado, las orejas hacia atrás y la cola en señal de ataque casi detienen mi intento de penetrar a la casa. Sin embargo, continué avanzando para bajar esa escalera tan conocida. Un sollozo apretaba mi garganta dificultándome respirar.
Allí estaban el triciclo de tiempos infantiles, la bicicleta con adornos de mis flores favoritas y junto a ella los tenis manchados de lodo, el bat de mis juegos de beisbol. En la repisa, el uniforme militar de papá que me hizo creer que era valiente.
Alrededor de la mesa del comedor, dispuesta con los cubiertos para comer, estaban en convivio algunos parientes: tía Lola enhiesta como siempre, con su rictus de desaprobación que le hacía arrugas en la boca, Ñor Indalecio, con su desagradable boina sebosa y el eterno pañuelo que le cubría el cogote; mis alharaquientos primos y primas quienes acostumbraban hablar a gritos, sobre todo la que se creía la bonita de la familia.
Narraban historias no contadas; con curiosidad yo trataba de “pescar” algo. De pronto, ya no pude oír nada aunque sí veía sus gesticulaciones: el silencio era total. Me acerqué a saludarles. Nadie notó mi presencia. Con desconcierto me palpé el cuerpo para cerciorarme de que existía.
Un torbellino de ideas me hundió en un pozo de angustia. Decidí retirarme. Los escalones de subida rechinaban; cuando llegué al rellano superior me di cuenta de que ya no había más escalera por subir, solamente era de bajada. ¿A dónde? Intuí que el único ser vivo, aparte de mí, era el gato.
Desde un rincón de la entrada unos grandes ojos amarillos de pupilas alargadas me miraban fijamente. El lomo erizado, las orejas hacia atrás y la cola en señal de ataque casi detienen mi intento de penetrar a la casa. Sin embargo, continué avanzando para bajar esa escalera tan conocida. Un sollozo apretaba mi garganta dificultándome respirar.
Allí estaban el triciclo de tiempos infantiles, la bicicleta con adornos de mis flores favoritas y junto a ella los tenis manchados de lodo, el bat de mis juegos de beisbol. En la repisa, el uniforme militar de papá que me hizo creer que era valiente.
Alrededor de la mesa del comedor, dispuesta con los cubiertos para comer, estaban en convivio algunos parientes: tía Lola enhiesta como siempre, con su rictus de desaprobación que le hacía arrugas en la boca, Ñor Indalecio, con su desagradable boina sebosa y el eterno pañuelo que le cubría el cogote; mis alharaquientos primos y primas quienes acostumbraban hablar a gritos, sobre todo la que se creía la bonita de la familia.
Narraban historias no contadas; con curiosidad yo trataba de “pescar” algo. De pronto, ya no pude oír nada aunque sí veía sus gesticulaciones: el silencio era total. Me acerqué a saludarles. Nadie notó mi presencia. Con desconcierto me palpé el cuerpo para cerciorarme de que existía.
Un torbellino de ideas me hundió en un pozo de angustia. Decidí retirarme. Los escalones de subida rechinaban; cuando llegué al rellano superior me di cuenta de que ya no había más escalera por subir, solamente era de bajada. ¿A dónde? Intuí que el único ser vivo, aparte de mí, era el gato.
¿A dónde? Me pregunto. Y mi espíritu me dice que encontraré otra salida y sin embargo mis piernas se niegan a empezar a bajar por esas escaleras de Escher
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