A Paco, que no cree que los chocarreros existen
Una mañana, cuando Elisa se peinaba frente al espejo, la superficie de éste se volvió oscura-luminosa-oscura, y ella se miró tirada en un callejón, con unas sombras a su alrededor. Cerró los ojos, y al abrirlos, todo había vuelto a la normalidad. ¿Lo imaginó? ¿Era una alucinación? Tal vez se trataba de aquellos hombrecillos pegajosos de los que su nana le habló el día en que salió de casa sin su permiso:
—No se ven, pero huelen muy feo, y pueden darte tal empujón que caerás de rodillas.
Y tal vez fueron esos hombrecillos los que la empujaron el día en que no encontraba estacionamiento en el centro de la ciudad: vuelta a la derecha, y nada; vuelta a la izquierda, y nada. De pronto un coche salió de un estacionamiento y como ráfaga Elisa se metió allí. Poco después, cuando caminaba por un callejón sucio, lúgubre, con olor a orines, un viento helado la empujó con tal fuerza, que cayó de bruces. Se levantó como pudo: tenía los codos y las rodillas raspados. Miró a su alrededor y le pareció encontrarse en un laberinto del que no sabía cómo salir. Cuando al fin logró localizar el estacionamiento donde estaba su coche, volvió a casa. Llegó cansada y lastimada, tomó un baño, una pastilla para el dolor y se acostó, pero no pudo dormir: algo, alguien la había empujado. Ella no se cayó.
Meses después, cuando llegó del trabajo, prendió la televisión y se puso a ver una película: al oscurecer, en algunos vagones del metro de Nueva York, aparecían unos seres extraños, como sombras. Viajaban en la parte trasera y se adherían al cuerpo de algunos pasajeros. Había quienes, al sentirlos, salían corriendo, quienes gritaban y quienes parecían no darse cuenta de nada. Cambió de canal, se metió un chicle a la boca, fue al baño y se miró en el espejo: al masticar, su rostro se alargaba, se achataba; su cabeza se agigantaba y se volvía minúscula. Se sacó el chicle, lo tiró y volvió a la habitación. En su vida no había lugar para espantos.
Uno de tantos sábados, al oscurecer, caminaba por un callejón, cuando sintió un aire frío. Quiso cambiar de acera. Debía bajar dos escalones que en aquel momento vio enormes. Al dar el primer paso, algo la empujó con tal fuerza que no pudo controlar sus piernas. Era su fin: caería de cabeza en el asfalto. Como pudo, se agarró de un poste, pero el viento la arrojó a media calle. Al intentar levantarse y no lograrlo, se acordó de su imagen en el espejo. Un montón de gente apareció de todos lados; se hizo una boruca y Elisa seguía en el suelo. Un boticario llegó con su maletín de primeros auxilios, le acercó un algodón con alcohol a la nariz y entre todos la ayudaron a incorporarse:
—Vaya a la veterinaria, pida La pomada de la tía, y se la unta donde le duela –sugirió el boticario.
El menjunje olía espantoso. “Úsese para desinflamar las ubres de las vacas”, leyó Elisa en el instructivo. Llegando a casa, se bañó, desinfectó las heridas, y se untó la pomada.
Al día siguiente amaneció como nueva, pero algo la tenía intranquila: ella no se había caído, alguien la empujó. Entonces cobró conciencia de que algo extraño le estaba sucediendo. Su nana Beatriz se lo había advertido, la película de la televisión se lo había mostrado, el espejo se lo había anticipado: alguien la empujó en el centro de la ciudad y alguien había vuelto a empujarla en un callejón oscuro. ¿Qué hacer? Llamó a Carmen, una conocida que se dedicaba al esoterismo:
—Fueron esos seres chocarreros que deambulan por las calles buscando a quién chuparle la energía para poder pasar a otra dimensión. Ven mañana a las siete de la noche; voy a hacerte una limpia.
Elisa no pudo dormir, y al día siguiente, cuando llegó a casa de Carmen, ésta la acostó en una cama, le pasó un huevo por todo el cuerpo, lo rompió, echó clara y yema en un vaso de agua, lo vio a contraluz y, antes de ir a tirarlo, Elisa alcanzó a ver en la clara varios hilachos negruzcos. A su regreso, Carmen extrajo de una cajita unos péndulos de colores y los hizo oscilar sobre el cuerpo de Elisa:
—¡Váyanse! ¡Lárguense al fondo del pantano!
Tomó un puro, lo encendió y arrojó el humo sobre el cuerpo de Elisa:
—¡Al pantano!
Comenzó a eructar incontrolablemente, colocó el puro en un cenicero y Elisa lo vio consumirse, como si alguien lo chupara.
Carmen tomó una campanita, la pasó y la hizo sonar desde la cabeza a los pies de Elisa.
—¡Lárguense con los lagartos!
El puro dejó de consumirse, se apagó, y Elisa no supo más de sí.
Cuando despertó, un gallo cantaba. Levantó el brazo y vio su reloj: eran las seis de la mañana.
Carmen entró, le extendió una taza de té, y en cuanto terminó, la condujo al baño, donde la esperaba una tina de agua tibia con yerbas. ¿Menta? ¿Azahares? ¿Cáscara de limón? ¿A qué más
olía?, se preguntaba Elisa, adormilada.
Al volver a casa se sintió como si le hubieran quitado toneladas de peso.
Durante varias semanas se dedicó a investigar quiénes eran esos seres chocarreros y qué querían de ella. Pasó tardes enteras en las bibliotecas, fue de una a otra hemeroteca, y preguntando aquí y allá, dio con un chamán y le contó lo que le había sucedido:
—Son seres chocarreros –le dijo–. Hay un conjuro que te ayudará a que eso no vuelva a sucederte: El carnero del cocinero es más gordo. Pero antes, ve a un lugar de agua corriente y date un baño ritual. Ellos le temen a las aguas no estancadas. Y recuerda: cada que sientas que alguno de estos seres te acecha, di en voz alta: El carnero del cocinero es más gordo.
Han pasado más de diez años. La superficie de los espejos jamás ha vuelto a reflejar lo que no tienen enfrente, y cuando Elisa se encuentra en algún lugar propicio para los seres chocarreros, grita: El carnero del cocinero es más gordo. Poco le importa que volteen a verla como si fuera una loca; lo que sí importa, es que a ella, nunca más, han vuelto a empujarla.
A Elisa afortunadamente la superficie de los espejos jamás le han vuelto a reflejar lo que no tiene enfrente... pero, ¡Qué me pueden decir los demás!
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