martes, 30 de junio de 2015

Dobles de José Manuel Ruiz Regil y Extractos de un bestial aviso de ocasión, Por Perla Schwartz

Un hombre se topa con su doble en las escaleras del metro. Decide seguirlo. El doble se da cuenta y trata de evitarlo. Entra a un café. Pide un americano. El hombre espera afuera. Ve pasar el tiempo. Alcanza a verse platicando con la mesera en el interior. El doble pide la cuenta, paga y abandona el lugar. El hombre lo sigue con más cautela. 


El doble entra al metro. Baja las escaleras y a medio camino se topa con su doble. Decide seguirlo. El segundo doble se da cuenta y trata de evitarlo. Aborda un autobús en sentido contrario. El hombre toma un taxi y ordena al chofer ir detrás del autobús. Luego de tres estaciones el segundo doble abandona el transporte. Se asegura de que no es seguido y se dirige a la estación de metro más cercana. En las escaleras se encuentra con su doble. Decide seguirlo. El tercer doble se da cuenta y trata de evitarlo. Sale corriendo de la estación y corre en sentido contrario al tráfico de coches. Va a abordar un autobús y al hacerlo se topa con el segundo doble al bajar. Ambos se miran desconcertados. Aparece el primer doble que baja del taxi y se reúne con los otros dos. Los tres dobles caminan por la acera tratando de explicar lo sucedido, cuando ven al primer doble salir de una cafetería mientras el hombre se queda pasmado, sentado en el escalón de entrada viendo que cuatro individuos iguales a él buscan una explicación de su multiplicidad. A pocos metros los cuatro dobles se dan cuenta del hombre y deciden seguirlo. El trata de evitarlos.

josemanuelruizregil@gmail.com


   


Extractos....

I

Soy un dragón desempleado. Me urge encontrar chamba, hace tiempo que dejé de ser fogoso. 

II 

Una Gorgona excedida de peso solicita un pedestal de cristal de roca para poder retar con valentía a una medusa caprichosa.

III

Unicornio con apremiantes necesidades económicas alquila su cuerno, éste es capaz de trepanar las cabezas de los cuadri/animales.

IV 

Elfo juguetón solicita un grupo de compañeros de farra, que sean capaces de gozar con él, las delicias de la luz mortecina de un bar.



Experimentada arpía con un sex-appeal envidiable busca un desfile de modas organizado para gigolós. 

VI

Soy un enano algo gruñón. Busco urgentemente un antídoto contra el agua sulfurosa que sale de mi regadera. Todos los días me posee una nueva rabieta. 

VII

Me apena confesarlo pero soy un ogro desdentado y ya no puedo rugir a mis anchas. ¿Dónde hallaré una dentadura marfileña? Quiero volver a ser el de antes.

VIII

Soy un minotauro que quiere ser contratado para una corrida con horario estelar, sólo así lograré salir de un laberinto que amenaza en convertirme en un paciente psiquiátrico de por vida.

Continuará...






























martes, 23 de junio de 2015

Salvador Elizondo y sus lectores (Segunda de tres partes)


Link a la Primera parte
Continuación...

Salvador Elizondo no es para quien busca el espectáculo superficial y efímero de la literatura. La suya no es una propuesta light --como la comida ídem, de carbohidratos y calorías controlados-- ni tiene las características del bestseller, creado como simple mercancía para el úsese y olvídese. Si uno busca sensualidad, placer, lectura ligera para matar el tedio o consumir el tiempo, esta literatura no es recomendable porque lejos está del simple divertimento; no busca consumidores cautivos sino semejantes (16,000 ejemplares en 30 años muestran lo reducido de su público), y aunque éstos son escasos, una vez llegados al universo elizondiano pueden sentirse cómodos con esos personajes que poseen interioridades potentes, que dudan, reflexionan y cuestionan todo, hasta a sí mismos.

  
La distancia con respecto al lector medio se establece en ocasiones desde el título, porque quién, luego de leer "Ambystoma trigrinum", continúa, y si persiste en la lectura, al encontrarse con "batracio urodelo", "universo paralelepipedal", "heurística", "connubial", "ocreáceas", "pentélica", tiene dos caminos: ir por un diccionario o dejar el libro. Y está, además, la densidad de su escritura --opuesta a lo ligero--, la lucidez, la racionalidad --sin llegar a los extremos de la purga de lo sensorial y emotivo de un Borges-- y, por si fuera poco, a Salvador le gusta el absurdo, cultiva el humor negro y llega al escepticismo, y eso, para muchos, no sólo es irritante, sino intolerable.


© Paco Pacheco

El regalo de los Aluxes, Por Silvia Dubovoy

    En las cercanías de Palenque vivió hace muchos años un campesino llamado Domingo Dzul. Detrás de su casa había un cerro y la gente que pasaba por allí de noche, afirmaba que se oían ruidos muy fuertes.

—La montaña cruje –decían, y temerosos de un alud, se iban corriendo.

Lo que todos ignoraban es que dentro del cerro vivían unos aluxes muy ruidosos. Ni Domingo Dzul los había visto nunca, pues ellos salen de noche y los hombres duermen a esas horas.

Una noche en que los aluxes celebraban una boda, hacia las doce y media se dieron cuenta de que los invitados habían sido más de lo esperado y se les habían acabado los frijoles. ¿Qué hacer?

—Voy con nuestro vecino –dijo un aluxe, y se dirigió a casa de Domingo.

Tocó en una ventana, justo en la recámara de Dzul, quien se encontraba profundamente dormido. Tocó más fuerte y Domingo saltó de la cama, abrió la ventana, y adormilado y con los ojos semicerrados, preguntó:

—¿Quién es?

—Soy un aluxe, vecino tuyo; vivo dentro de la montaña; estamos festejando una boda y se nos acabó la comida. ¿Tendrás, de casualidad, frijoles cocidos que me prestes?

—En la cocina hay una olla y una cazuela; está abierta la puerta de entrada, puedes pasar por ellos –y dando un gran bostezo, Dzul volvió a la cama.

El aluxe entró, se llevó lo que necesitaba, y días después, a medianoche, volvió a tocar en la ventana:

—En agradecimiento por los frijoles que me diste, te traigo este guaje.

—Está bien –dijo Domingo amodorrado, y ya se disponía a volver a su cama para seguir durmiendo, cuando el aluxe agregó:

—Has sido muy amable conmigo; el guaje que te doy es inagotable; puedes pedirle el líquido que quieras y nunca quedará vacío. Pero te advierto, vecino: nadie deber mirar dentro.

Desde entonces, en casa de Domingo se bebía atole, chocolate, miel de xtabentún, café, agua de chía, y el guaje, en verdad, era inagotable. El campesino y sus criados estaban la mar de contentos, y como sabían que no podían mirar dentro, a ninguno se le ocurría hacerlo, pero un día Dzul contrató una nueva sirvienta. Trabajaba bien, pero era muy curiosa. En una ocasión, Domingo la mandó por atole y le explicó que lo único que tenía que hacer era pedirle al guaje lo que deseaba.

La sirvienta llegó a la cocina, destapó el guaje, y a la luz de una ventana descubrió en su interior un líquido negro y viscoso como el chapopote; horrorizada, tiró el guaje al suelo, y fue a informar a su patrón, quién de inmediato fue a ver, y nada de guaje halló.

Domingo Dzul se enojó mucho con la sirvienta, pero entonces se dijo que ni le prohibió abrirlo, ni puso en el guaje un letrero que dijera “No mirar dentro”.

En su casa, sin embargo, por aquello de que los aluxes celebren otra boda, nunca faltan las ollas y las cazuelas de frijoles.




lunes, 15 de junio de 2015

Gravidez, Bestiario de Carmilla -la Urpillo-



Antes de desterrarse a esas tierras lejanas, Juno y yo solíamos bromear con el Oni verde, haciéndonos guiños con sus cien ojos desde dentro del espejo, cuando descubríamos que alguno de nuestros amigos nos mentía. Eso fue antes de que Juno conociera al enigmático Ludwick Makarovitch de quien se sintió embelesada a primera vista. Y no la culpo, no. Esos ojos verdes magnéticos enmarcados por unas negras y tupidas cejas, esa boca carnosamente roja, esos dientes perfectos que diluían la impresión de su sonrisa siniestra... No sabe sonreír, me reconvino Juno cuando se lo hice notar, pero si algo le agrada o le emociona, el reflejo dorado de sus ojos lo dice todo.

No hubo poder materno que la hiciera desistir de irse con él, aunque doña Remedios logró que se casara por lo civil antes de partir. De un matrimonio religioso, ni hablar, respondió Juno, Ludwick no profesa nuestra fe, así que no cometerá la hipocresía de casarse por la iglesia.

Al principio, las cartas que recibía de Juno, eran las de una mujer enamorada, más adelante develaban, entre líneas, una inquietud que fue haciéndose patente cada vez más y después de once meses únicamente hablaban de pesadillas en las que ratas gigantescas se le iban subiendo por el cuerpo. Ante la imposibilidad de moverse, pues decía estar en estado catatónico, las más hambrientas se deslizaban por entre sus piernas para roerla por dentro, mientras que las del exterior le metían sus colas por ano, boca, oídos, nariz, asfixiándola.

Hacia el final de ese esperanzador verano, esperanzador para mí, recibí una carta en la que únicamente decía: Estoy por dar a luz, ven, te lo suplico. No lo comentes, no me respondas. Estaré en la estación a tu llegada.

En el interior del sobre encontré un boleto de avión y otro de tren.

Tuve que intrigar varias estrategias para posponer mi compromiso, y soportar reclamaciones y enojos por parte de los afectados por mi próxima ausencia, pero ni el menos 30 grados centígrados que me esperaba en ese lejano lugar me hizo desistir, pues sabía que era una llamada urgente de auxilio, la de Juno.

Fue un 13 de mayo cuando me aventuré a ese larguísimo viaje de veinticuatro horas en avión, más quince en tren. Al llegar, ahí estaba Juno en la estación, ahora era una mujer extremadamente delgada semejante a una exhalación, y como si la sangre hubiera huido de su cuerpo y su alma estuviera a punto de seguirla, asustaba de tan pálida. En contraste y como adherido sin consideración, un vientre abultadísimo que a primera vista parecía ajeno al suyo. Cuando vi su rubor ante mi insistente mirada fija en esa monstruosidad, logré sonreír y preguntarle si esperaba quintillizos. Su respuesta fue un gemido ahogado en llanto del que se repuso pasados unos instantes y sin más preámbulos me incitó a caminar con presteza.

Juno no dejó de mirar por el rabillo del ojo temiendo, creo yo, alguna amenaza.
   
Para llegar a "su hogar" como ella le llamaba, una casa muy antigua, casi castillo, dimos muchos rodeos y no pocas veces tuvimos que detenernos pues sus vómitos eran constantes. Juno tenía un auto último modelo, según me dijo, pero no había creído pertinente llevarlo, por lo que viajamos en una carcacha, orgullo del hermano de Myrna, una de sus sirvientas, quien nos acompañó todo el camino. Unos kilómetros antes de llegar, le pidió a Joseph, el dueño del carro y conductor del mismo que me guiara a pie, con la advertencia de no entrar, hasta pasada la media noche, y no olvidar hacerlo por la puerta de atrás, por lo que Joseph decidió que esperáramos en su casa a que avanzara la oscuridad.

Juno no había soltado prenda, y yo no quise insistir, pues el mordisqueo de sus labios, el temblor de sus manos y un continuo parpadeo, sin contar las arcadas y vómitos hablaban de su estado. Únicamente hubo un momento en que me clavó la mirada y esto fue al decirme: Gracias Hanna querida por haber venido, lo pensé mucho antes de llamarte porque a lo mejor es sólo mi estado el que me tiene así, eso opina Ludwick… te pido un poco de paciencia, mañana iré a buscarte a tu recámara y te contaré esta desazón que no me deja en paz ni por un segundo.

Cuando le pregunté por qué tenía que esperar hasta después de la media noche para entrar y por la puerta de atrás, desvió sus ojos hacia el vacío y dijo: Ludwick no está de acuerdo en que me visite nadie. Y luego lo disculpó: Es que está preocupadísimo por mi estado de salud nerviosamente descontrolado. Y a mi pregunta de si había visto un médico, su respuesta fue: ¡Para qué! Ludwick, es un magnífico psiquiatría, él me está atendiendo. ¿Y del embarazo?, pregunté. Ya ves que los psiquiatras estudian primero medicina, así que con él me basta. Y sin más, continúo disculpándolo: Me ama con locura, y me cuida todo el tiempo... hasta…. hasta… me siento sofocada, sin salida, sin respiro... pero seguramente soy yo… soy yo la que estoy mal.

Al día siguiente me tuvo esperándola hasta las cinco de la tarde, Myrna me llevó de comer a las dos, le pregunté por Juno, pero entonces me di cuenta que era muda, por lo que por señas me indicó que no tardaría, su hermano también era mudo, quizás algún problema de familia, pensé en ese momento, aunque luego supe la terrible verdad.

Al verla llegar no pude más que abrazarla, era una temblorina toda ella, las ojeras que circundaban sus ojos eran pozos ennegrecidos. Al verme se me abrazó balbuceando mi nombre y por fin reventó en sollozos. Cuando pudo hablar había pasado cerca de una hora. Al darse cuenta de ello, únicamente dijo, me tengo que ir, te veo mañana. Por favor no salgas de aquí. Te suplico que me tengas paciencia. Al día siguiente lo mismo, por lo que me preparé para recibirla en la próxima visita con un: perdóname Juno, no puedo esperar más, si no me cuentas que te sucede no te puedo ayudar, así que es mejor que me vaya.

Se aferró a mí con desesperación e hizo esfuerzos por calmar su llanto. Yo me mantuve firme.

Entonces habló como raudal, tanto quería expresar que se le amotinaban las palabras. Lo que pude esclarecer fue lo siguiente:

Cada vez, él le daba más miedo y últimamente la aterrorizaba. Desde su llegada y dado que no podía conciliar el sueño, ya que por las noches escuchaba ruidos inexplicables, rasguños, deslizamientos por paredes y piso, él le recetó somníferos que en lugar de tranquilizarla la crispaban de pesadillas. Juraba que a veces algo húmedo, asqueroso, con olor a hierbas podridas se le metía por los poros y la ceñía dolorosamente al enredarse en su cuerpo, tanto que temía morir de ahogo. Otras noches eran las ratas royéndola. Pero lo que más la paralizaba era despertarse y verlo a él a unos milímetros de ella mirándola sin parpadear. Es una mirada amorosame… maligna, soltó como no queriendo. Además, la noche de mi llegada le había dicho en la cena, que la veía tan mal que creía, no sería conveniente dejarle al bebé, pues en ese estado no podría responsabilizarse por la seguridad de su hijo. En ese momento sí me le enfrenté, me comentó con rabia, entonces Ludwick distrajo su mirada y con palabras llenas de amor y trató de tranquilizarme. Pero no, ya no confío. El Oni del espejo no deja de guiñarme los ojos y ya ves que nunca se ha equivocado con nosotras. Pero además, me confesó, y esto le costó más trabajo decírmelo: El bebé me da miedo… , de inmediato se contradijo: no, no, no, no es cierto, creo que lo que me da miedo es que no me haya alimentado como para tener un niño sano, quizás es por eso que no deja de protestar, de revolverse ni un instante, furioso, como si estuviera a disgusto, como si no cupiera. Y mirando para todos lados, susurró: Es que las mezclas asquerosas que Ludwick me prepara huelen a raíces muy fuertes y saben peor de lo que te imaginas. Son vomitivas, pero él siempre está presente para comprobar que me tomo hasta el último sorbo.

¿Para qué me llamaste Juno? ¿Qué quieres de mí?

No estoy segura, respondió, pero creo que quiero que te lleves a mi hijo a la hacienda de tu abuelo tan luego nazca . Tengo ya tu boleto de regreso y he preparado una maleta especial para que cargues con el bebé. En la capital, en el aeropuerto, te verá una persona que te entregará el pasaporte de Rinaldi, que es así como lo he llamado en secreto. Si puedo escaparme de la ira de Ludwick iré a encontrarte, si no, te pido que te hagas cargo del niño y nunca, nunca, nunca, haga lo que haga Ludwick o sus criados, se lo entregues. Si tienes que registrarlo como hijo tuyo hazlo, pero nunca se lo vayas a dar. Abrí una cuenta a tu nombre, aquí están los papeles.

Vámonos antes de que nazca, propuse, por qué esperar más.

No puedo salir de aquí. Si antes me vigilaban, ahora ha mandado cerrar las puertas. Además en mi estado y mis vómitos de 24 horas no puedo pasar desapercibida.

¿Y cómo saldré de aquí?

Joseph sabe como. Él irá contigo hasta la hacienda.

¿Y confías en él?, pregunté tontamente, pues su miedo era contagioso.

No me queda de otra.

¿Y cómo, según tú, voy a poder robar al niño?

Mandaré por ti cuando vaya a nacer y te esconderé en un lugar que ya tengo destinado para eso, él tendrá que dejarme en algún momento, entonces te lo daré, Joseph te guiará.
    
Cuando se fue, me quedé pensando en la desequilibrio de Juno, en el ambiente opresivo que anidaba en ese espacio, en el miedo que no dejaba de trepar por las palabras, por los rincones, por el techo, contaminándolo todo. Si eran alucinaciones las de Juno, tal vez se debieran a las pastillas que le recetaba o por la presencia siniestra de ese ser que llamaba su amor o por el encierro forzoso o quizás por los menjurjes que se tomaba o tal vez su percepción se debiera a algún químico que le faltaba o alguna descarga eléctrica equivocada en su cerebro que como peste negra me estaba invadiendo.

Esa noche Myrna me llevó al escondite, ya llevaba varias horas con trabajo de parto.

¡Qué les puedo decir! ¡Cómo puedo abordar esa noche de tinieblas, de revelaciones insoportables, de verdades terroríficas acompañadas por una tormenta eléctrica cuyos rayos deformaban espasmódicamente la escena pánica.

Desde un pequeño agujero, detrás de una pared de madera yo escudriñaba. Juno Estaba atada de manos y pies en un elegante camastro con sábanas de seda preciosamente bordadas. Sus gritos de dolor eran estremecedores y él, él ahí presente, inclinado a unos milímetros de sus ojos, a un instante de su boca, como succionando su vientre, sorbiendo por entre sus piernas. En un principio murmuraba con dulzura: puja Juno, puja más querida, mucho más amada mía. Después, en tono más fuerte: tú puedes amor, es nuestro hijo, nuestro amor. Al cabo de un tiempo aulló: Te ordeno que pujes más, estúpida. Y unos minutos después: ¡Cuidado y le hagas daño! ¡Inútil!, puja más, y más y más, sanguijuela! Hasta que en un alarido de triunfo: ¡Ya viene, ya viene él, el amado, el escogido! Y con un silbido estremecedor: ¡Ven querido hijo! Y lo que vi, sí, lo que vi fue como se deslizaba por entre las piernas de Juno un enorme gusano anillado que chillaba agudamente con un sonido que reventaba los tímpanos, su cara de niño gesticulaba y sus brazos no eran brazos sino dos segmentos pequeños terminados en garras y en su costado dos aletas membranosas agitándose. Su boca hambrienta se abalanzó prendiéndose violentamente de las mamas de Juno. Ella, al verlo, abrió la boca en un prolongado grito mudo. Al volver de su desmayo y ver lo que había dado a luz, volvió a perder el conocimiento. Ludwick enfureció: ¡Acéptalo!, ¡Ámalo, infeliz!, es nuestro bebé; tu hijo. El ruido que hacía el bebé al succionar una mama y otra, era aterrador. En ese momento llegaron por ventanas y puertas varios Basiliscos alados cuyos silbidos hicieron estallar los vidrios. Ludwick, con una carcajada de felicidad se mudó en Basilisco, se enredó al bebé que gritaba: mamá, mamá, y gimoteando prendía sus garras en las mamas como si le fuera insoportable desprenderse de Juno. Ludwick se detuvo un instante, la miró con las mamas sangrando, a punto de desprenderse, y con un ¡Bah, no vale la pena, hijo! desapareció aleteando por los cielos enfurecidos de centellas.

Bea Cármina ©

viernes, 12 de junio de 2015

La luz que regresa, Por Paco Pacheco

Inicio algunos comentarios sobre Salvador Elizondo con base en la antología "La luz que regresa", publicado por el FCE, Colección Popular 287. El primero se titula:
Salvador Elizondo: El escritor frente al espejo

Entre los temas recurrentes de Salvador Elizondo están los espejos y la escritura. Su aparición en distintos textos lleva a muchos lectores a creer que al escritor le fascina hablar de sí mismo, que es un narcisista. Puede, sin embargo, que espejos y escritura ocupen ese lugar privilegiado por otra razón, v.g., por su capacidad de reflejar el mundo (externo, en el caso de los espejos; interno, en el de la escritura). Planteado en términos simplistas: los espejos reflejan, la escritura también. Pero lo de él es más complejo: la imagen del espejo es mecánica, indiferente; la de la escritura implica asumir el mundo, interiorizarlo. Más todavía: la escritura como asunto termina postulándose como una reflexión sobre los vínculos entre la obra y su creador, una investigación sobre la forma en que opera la creación literaria, las energías ingentes que ésta pone en juego -si la energía contenida en un poema de Mallarmé pudiera ser reconvertida y aprovechada, como lo hace el profesor Aubanel en el cuento titulado "Anapoyesis", bastaría para iluminar una ciudad completa-, la manera en que personajes y autor se encuentran proyectados, contenidos, sujetos en los límites del texto. Más aún: la relación entre personaje y autor, como sucede en "La historia según Pao Cheng", hace que esas dos entidades no sólo se presupongan, sino que dependan una de la otra para poder existir en ese pequeño e inmenso territorio que llamamos cuento. (Hay una obra de Escher que me recuerda este intento de Elizondo: la de las manos dibujándose una a otra.) Si buscáramos equivalentes de Elizondo en la escritura, esos podrían ser Paz y Borges, practicantes de una racionalidad extrema, pero dueños también de una teoría de la imaginación colindante con la matemática.


© Paco Pacheco

lunes, 8 de junio de 2015

Bestiario Mixcoatleco (2015) B: El Buruburu Yokai. El Derrumbe de Kanto. Por Mariana Vega.

I.

Kyo se pone de pie lentamente con las manos aún en los oídos. De a poco las retira, y lo primero que le llega es un vacío estruendoso de silencios. Nubes de escombros se arrastran hacia el cielo con olor a muerto, y percibe en el ambiente que el universo, el suyo, el de Kanto, ha cambiado.


Las calles se han fragmentado en cientos de pedazos y las construcciones asemejan símiles de restos arqueológicos fantasmales que se yerguen sobre decenas de personas que, como él, se recuperan para enfrentar la realidad terrible.

Kyo baja la mirada hacia el reloj que, hasta hacía unos minutos, coronaba el negocio de joyería del viejo Liu. Ahora la tienda está derruida. La hora petrificada tras el vidrio estrellado anuncia: 11:58. Es el 8 de septiembre de 1923.

A la distancia se avizoran lenguas de fuego que anuncian incendios en la isla de Honshu. El gran terremoto ha sido tan devastador como una bomba. Bajo sus pies, todo tiembla, y Kyo ya no distingue si se trata de su cuerpo o de la tierra. Algo va mal.


Contrario a lo que hubiese pensado, ni los niños ni las mujeres ni los hombres a su alrededor dan visos de querer gritar, correr o llorar. En sus rostros lánguidos se adivina la incertidumbre... y algo más. Tras un instante, Kyo se da cuenta: la mayoría de esas caras lucen avejentadas. No, no avejentadas. Se las ve viejas, ancianas, arrugadas.

Y todos, uno a uno, se vuelven hacia él para observarle fijamente.
Con el corazón bombeante, Kyo se apresta a correr pero no logra moverse. Mira sus piernas para obligarlas a andar, pero éstas se niegan a moverse; está paralizado por el peso del miedo.

Y entonces los ve, reflejados en los pedazos de vidrio del antiguo reloj que yacen en el suelo. Todos ellos, los otrora niños, mujeres y hombres de Kanto, todos adheridos a su espalda provocando en Kyo un sinfín de temblores. Abre la boca para gritar, pero son los “yokais” los que lanzan alaridos que cruzan el Japón.

II.

Es el 6 de agosto de 1945. Kyo y los ancianos habitantes de Kanto llegan a otra ciudad después de deambular por 22 años. Los “yokais” se agazapan a las espaldas de los habitantes de Hiroshima.
Ha comenzado a temblar.

lunes, 1 de junio de 2015

El carnero del carnicero, por Silvia Dubovoy



A Paco, que no cree que los chocarreros existen


Una mañana, cuando Elisa se peinaba frente al espejo, la superficie de éste se volvió oscura-luminosa-oscura, y ella se miró tirada en un callejón, con unas sombras a su alrededor. Cerró los ojos, y al abrirlos, todo había vuelto a la normalidad. ¿Lo imaginó? ¿Era una alucinación? Tal vez se trataba de aquellos hombrecillos pegajosos de los que su nana le habló el día en que salió de casa sin su permiso:

—No se ven, pero huelen muy feo, y pueden darte tal empujón que caerás de rodillas.

Y tal vez fueron esos hombrecillos los que la empujaron el día en que no encontraba estacionamiento en el centro de la ciudad: vuelta a la derecha, y nada; vuelta a la izquierda, y nada. De pronto un coche salió de un estacionamiento y como ráfaga Elisa se metió allí. Poco después, cuando caminaba por un callejón sucio, lúgubre, con olor a orines, un viento helado la empujó con tal fuerza, que cayó de bruces. Se levantó como pudo: tenía los codos y las rodillas raspados. Miró a su alrededor y le pareció encontrarse en un laberinto del que no sabía cómo salir. Cuando al fin logró localizar el estacionamiento donde estaba su coche, volvió a casa. Llegó cansada y lastimada, tomó un baño, una pastilla para el dolor y se acostó, pero no pudo dormir: algo, alguien la había empujado. Ella no se cayó.

Meses después, cuando llegó del trabajo, prendió la televisión y se puso a ver una película: al oscurecer, en algunos vagones del metro de Nueva York, aparecían unos seres extraños, como sombras. Viajaban en la parte trasera y se adherían al cuerpo de algunos pasajeros. Había quienes, al sentirlos, salían corriendo, quienes gritaban y quienes parecían no darse cuenta de nada. Cambió de canal, se metió un chicle a la boca, fue al baño y se miró en el espejo: al masticar, su rostro se alargaba, se achataba; su cabeza se agigantaba y se volvía minúscula. Se sacó el chicle, lo tiró y volvió a la habitación. En su vida no había lugar para espantos.

Uno de tantos sábados, al oscurecer, caminaba por un callejón, cuando sintió un aire frío. Quiso cambiar de acera. Debía bajar dos escalones que en aquel momento vio enormes. Al dar el primer paso, algo la empujó con tal fuerza que no pudo controlar sus piernas. Era su fin: caería de cabeza en el asfalto. Como pudo, se agarró de un poste, pero el viento la arrojó a media calle. Al intentar levantarse y no lograrlo, se acordó de su imagen en el espejo. Un montón de gente apareció de todos lados; se hizo una boruca y Elisa seguía en el suelo. Un boticario llegó con su maletín de primeros auxilios, le acercó un algodón con alcohol a la nariz y entre todos la ayudaron a incorporarse:

—Vaya a la veterinaria, pida La pomada de la tía, y se la unta donde le duela –sugirió el boticario.

El menjunje olía espantoso. “Úsese para desinflamar las ubres de las vacas”, leyó Elisa en el instructivo. Llegando a casa, se bañó, desinfectó las heridas, y se untó la pomada.

Al día siguiente amaneció como nueva, pero algo la tenía intranquila: ella no se había caído, alguien la empujó. Entonces cobró conciencia de que algo extraño le estaba sucediendo. Su nana Beatriz se lo había advertido, la película de la televisión se lo había mostrado, el espejo se lo había anticipado: alguien la empujó en el centro de la ciudad y alguien había vuelto a empujarla en un callejón oscuro. ¿Qué hacer? Llamó a Carmen, una conocida que se dedicaba al esoterismo:

—Fueron esos seres chocarreros que deambulan por las calles buscando a quién chuparle la energía para poder pasar a otra dimensión. Ven mañana a las siete de la noche; voy a hacerte una limpia.

Elisa no pudo dormir, y al día siguiente, cuando llegó a casa de Carmen, ésta la acostó en una cama, le pasó un huevo por todo el cuerpo, lo rompió, echó clara y yema en un vaso de agua, lo vio a contraluz y, antes de ir a tirarlo, Elisa alcanzó a ver en la clara varios hilachos negruzcos. A su regreso, Carmen extrajo de una cajita unos péndulos de colores y los hizo oscilar sobre el cuerpo de Elisa:

—¡Váyanse! ¡Lárguense al fondo del pantano!

Tomó un puro, lo encendió y arrojó el humo sobre el cuerpo de Elisa:

—¡Al pantano!

Comenzó a eructar incontrolablemente, colocó el puro en un cenicero y Elisa lo vio consumirse, como si alguien lo chupara.

Carmen tomó una campanita, la pasó y la hizo sonar desde la cabeza a los pies de Elisa.

—¡Lárguense con los lagartos!

El puro dejó de consumirse, se apagó, y Elisa no supo más de sí.

Cuando despertó, un gallo cantaba. Levantó el brazo y vio su reloj: eran las seis de la mañana.

Carmen entró, le extendió una taza de té, y en cuanto terminó, la condujo al baño, donde la esperaba una tina de agua tibia con yerbas. ¿Menta? ¿Azahares? ¿Cáscara de limón? ¿A qué más

olía?, se preguntaba Elisa, adormilada.

Al volver a casa se sintió como si le hubieran quitado toneladas de peso.

Durante varias semanas se dedicó a investigar quiénes eran esos seres chocarreros y qué querían de ella. Pasó tardes enteras en las bibliotecas, fue de una a otra hemeroteca, y preguntando aquí y allá, dio con un chamán y le contó lo que le había sucedido:

—Son seres chocarreros –le dijo–. Hay un conjuro que te ayudará a que eso no vuelva a sucederte: El carnero del cocinero es más gordo. Pero antes, ve a un lugar de agua corriente y date un baño ritual. Ellos le temen a las aguas no estancadas. Y recuerda: cada que sientas que alguno de estos seres te acecha, di en voz alta: El carnero del cocinero es más gordo.

Han pasado más de diez años. La superficie de los espejos jamás ha vuelto a reflejar lo que no tienen enfrente, y cuando Elisa se encuentra en algún lugar propicio para los seres chocarreros, grita: El carnero del cocinero es más gordo. Poco le importa que volteen a verla como si fuera una loca; lo que sí importa, es que a ella, nunca más, han vuelto a empujarla.