viernes, 15 de mayo de 2015

La Arpía, por Carmila -Urpilla-



Uno de los peligros que vivían, cada determinado tiempo, los pobladores de ese mundo alejado de la civilización y sus tentaciones, era el de La Cacería Salvaje. Les estaba prohibido observar dicho evento, pues los cazadores eran muertos, almas perdidas o deidades y espíritus malévolos de ambos sexos. Ese grupo fantasmal de exploradores ataviados con indumentaria de caza, cabalgaban en corceles de ocho patas y perros-cabezas de cocodrilo asesino gigante, rastreadores certeros que en desenfrenada persecución a través de los cielos, a lo largo de la tierra o por subterráneos imposibles de indagar, aparecían de pronto y sin aviso.


Las personas que tenían la desgracia de estar en camino cuando esto sucedía, podían arrojarse al suelo y dejar que las flamígeras patas de los caballos las incineraran o bien abandonarse a esos hambrientos perros de dos cabezas o si tenían suerte, ser arrancados por la partida y pasar a ser un feroz integrante de la misma.

Fergusson, que había tenido la imperiosa necesidad de salir con su hijita esa noche de luna púrpura, vio con terror surgir de la nada La Cacería y únicamente tuvo tiempo de abrazar a su pequeña Becket. Paralizado por el terror contempló con ojos aumentados como aparecía en exhalación la llamada Arpía, cuya estampa se encontraba en los muros de las casas del pueblo y de la ladera de esa enorme montaña, sin que nadie, aseguraban, la hubiera pintado.

La Arpía, cuyo rugido levantaba espasmos telúricos, era la de múltiples mamas, de la que había escuchado hablar desde niño a su abuela, siempre espantada, siempre llevándole ofrendas de flores, granadas y carneros recién nacidos, a ese altar que los antepasados de sus antepasados habían erigido para rendir tributo a ese feroz monstruo de rostro de fémina velada, pero con garras de águila e inmensas alas de murciélago, cuya boca poseída de furia se abría descomunalmente para tragarse al mundo, si le apetecía.

Esa noche, frente a Fergusson y Becket, abrió su inconmensurable quijada, y en menos de un tris, tras, escupió los huesos humeantes y hediondos de los pútridos seres de esa Cacería Salvaje.

Fergusson escuchó estallar la risa clara de Becket cuando la brisa levantó apenas el velo del monstruo. Eso lo obligó a voltear a ver a su pequeña, precipitándolo a tierra sin sentido.

Cuando volvió en sí, su cuerpo era una temblona incontrolable. Fue cuando sintió las manitas de Becket, que aún reía, luchando por voltearle la cara y mirarlo de frente.

El rostro de su pequeña era de una belleza deslumbrante, idéntico al de la Arpía.

Cerró los ojos ante el temor de verla abrir su -quizás- inconmensurable quijada.

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