Celeno, La Obscura.
Por Mariana Vega
“No hay monstruo más aciago que ellas, ni peste alguna
más cruel o castigo de los dioses nació de las aguas
estigias.
Rostros de doncella en cuerpos de ave, nauseabundo el
excremento de su vientre, manos que se hacen garras y
rasgos siempre pálidos de hambre.”
Virgilio. La Eneida.
Cruzó el amplio salón en alas batientes buscando un espejo, algún objeto reflejante donde pudiese ver su imagen.
Algunas noches atrás, mientras se servía la cena majestuosa a los comensales que frecuentaban el templo, comenzaron a circular historias sobre ella y sus hermanas. Unos aseguraban que eran criaturas femeninas con facciones y torsos voluptuosos que convocaban al pecado, pero con alas y patas de buitre, tan perversas que, en un descuido, famélicas podían devorarse tus ojos.
Otros, en cambio, contaban que eran en realidad monstruos infernales con alas demoniacas, de fétido olor que desprendían desde las entrañas; viejas y arrugadas fisonomías que dificultaban afirmar si en algún momento habrían tenido realmente algo parecido al rostro de una mujer:
Otros, en cambio, contaban que eran en realidad monstruos infernales con alas demoniacas, de fétido olor que desprendían desde las entrañas; viejas y arrugadas fisonomías que dificultaban afirmar si en algún momento habrían tenido realmente algo parecido al rostro de una mujer:
“Son tan horrorosas –decían- que tienen patas de cuadrúpedo y cola de alacrán. Y están siempre ávidas por chuparnos la sangre.”
El resto de los comensales se echaba a temblar.
Las palabras le herían, al suponer que pudiesen ser verdades. Ella que, con su leonada cabellera había conquistado a los más bellos mozuelos, era difamada ahora hasta el punto de juzgarla como un ente de los infiernos. Y no era así; no podía serlo. Nadie que
cantase con la dulce tonalidad que ella lo hacía para atraer a los chiquillos podía ser hija de la podredumbre. Pero la duda que habían sembrado aquellos griegos con sus ficciones, era más avasalladora que su propia memoria.
En su desesperación y maniático revoloteo por encontrar un espejo, chocó de frente contra una columna al fondo del salón y se desplomó hasta estrellarse en el suelo.
Cuando abrió los ojos, un hombre de hermosos rasgos griegos la observaba consternado mientras la tomaba delicadamente entre sus brazos, alzándola en vilo.
El resto de los comensales se echaba a temblar.
Las palabras le herían, al suponer que pudiesen ser verdades. Ella que, con su leonada cabellera había conquistado a los más bellos mozuelos, era difamada ahora hasta el punto de juzgarla como un ente de los infiernos. Y no era así; no podía serlo. Nadie que
cantase con la dulce tonalidad que ella lo hacía para atraer a los chiquillos podía ser hija de la podredumbre. Pero la duda que habían sembrado aquellos griegos con sus ficciones, era más avasalladora que su propia memoria.
En su desesperación y maniático revoloteo por encontrar un espejo, chocó de frente contra una columna al fondo del salón y se desplomó hasta estrellarse en el suelo.
Cuando abrió los ojos, un hombre de hermosos rasgos griegos la observaba consternado mientras la tomaba delicadamente entre sus brazos, alzándola en vilo.
Agradecida, ella se arrebujó en su toque; él le dijo palabras de consuelo susurrando su nombre: “Tranquila, Celeno, tranquila”, la consoló.
Y de repente, sin darle tiempo, traicionero, la metió en una jaula dorada y la encerró.
Azorada, se asomó al fondo de un minúsculo cuenco de agua para ver, por fin, su reflejo. Su plumaje amarillo le recordó lo que no debía olvidar cada vez que lograba escapar de la jaula: no era una arpía, y los sueños de grandeza no estaban destinados a los canarios de tienda.
El relato me encanta Mar y me advierte de la desventaja de ser un canario y la ventaja que conlleva aceptar que se es Arpía.
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