miércoles, 30 de diciembre de 2015

La Bañista

Por Bea Cármina -La Urpillo-




Vino de una quimera, pequeña como una libélula. Sus alas atrajeron un dulce viento; su caudal de oro, perfume de jazmín, iluminó el centro de su cuerpo, se soñó primavera. La voluntad de sus miembros la abandonó, y un no sé qué la invadió de melancolía. Laxa, se refugió a pleno sol en una molicie de retozo, acurrucándose en el rincón izquierdo del labio superior de Mona Lisa.

Vinieron del pasado, pequeñas como libélulas. Sus alas atrajeron los vientos racheados; sus hilos áureos, sabor de verano, iluminaron sus caderas; se soñó muñeca antigua, la voluntad de sus sinuosidades viajaron a través de siglos y un no sé qué de remembranzas la cobijó en crepúsculos, un rictus de angustia se le impuso; las escaleras de Escher le provocaron arcadas, las palomas se le difuminaban por entre los dedos, se cubrió el rostro, el aroma de sus sollozos deslavaron trazos, extinguieron figuras.

Vinieron del presente, desde el centro de la tierra, a bandadas, a raudales; eran pequeñas, ávidas de desvaríos, sus alas atrajeron tempestades, sus cadenas transparentes, de tintineos sofocaron su pecho hasta que el latido de su corazón se hizo insufrible. Quiso ensordecerse cubriéndose de luna, pero la luna se desgajó arrastrándola en negritud de pozos hasta un reflejo de agua clara que enrojeció en fragmentos de corazón mecanizado. Con su cabeza de león, su cuerpo de cabra y cola de dragón, fue apareciendo la serpiente que mordiéndose su extremo se fue tragando siglos hasta deglutir el tiempo marcado por el reloj astronómico de Praga, despojando la vida de sentido.

   
Plagas de pequeños insectos con alas, depredadores ágiles, emergieron de larvas acuáticas para coser con sus picos disimulos, labios y oídos y, agitando sus alas volaron alrededor de la tierra invadiendo continentes de semblantes, la gente aulló su desaliento, sus cerebros se mudaron en relojes de Dalí, derramándose blandamente en desiertos personales encerrando a la siempre bañista, que en lobreguez de suspiros se enmascaró de tumba.

Las horas se amortiguan, los instantes se alargan, el mutismo enardecido por cuerdas vocales vibrantes, silenciadas desde el principio de los tiempos, se tensan hasta el infinito.

   
Pero a pesar de guerras, Apocalipsis, destrucciones deshumanizadas, avernos de libélulas, las bañistas inmutables de Asnière, bellas y congeladas en el tiempo, o las de la playa-pincel de Picasso, estilizadas, colosales, escultóricas, en poses audaces que ondean al viento, protegen y encuadran a nuestra primer bañista que descuidada en diagonal, desde este preciso momento, recompone su lado izquierdo.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Jiang Shi, Por Mariana Vega

Jiang Shi

Mariana Vega



Sentados a la mesa, Akame observaba con meticulosidad a su marido mientras éste comía su cena, enfundado en su lustroso uniforme militar de la dinastía Qing. Silencioso y taciturno, Yìzhǔ siempre se había caracterizado por ser un hombre que poco llamaba la atención; era casi invisible para la sociedad.

Ella no estaba segura de qué le había atraído de él, pero aún ahora, acentuado hasta el colmo su silencio y distancia, estaba agradecida por los gemelos que, juntos, gestaron diez años atrás.

Yang se parecía a Yìzhǔ, quizás demasiado; pocos amigos en el colegio, parco en su hablar y concentrado en sus libros durante la mayor parte del día.

Yin, por su parte, era una niña dulce y cariñosa; gustaba de jugar con sus muñecas o acariciar durante horas a su pequeño perro, Lee.

Akame sonrió. Los niños eran la razón de ser de aquel matrimonio que, con el paso del tiempo, parecía desmoronarse.

A últimas fechas, desde la batalla perdida en Xinhai, su marido decidió cerrar todo canal de comunicación con su familia, eternizando los silencios y evadiendo las caricias. Tan grande era su desprendimiento afectivo, que Yìzhǔ ni siquiera se dio cuenta de la mirada acuciosa de Akame. Se limitaba a inclinarse sobre la mesa disfrutando de la comida.

Era el único acto al que se entregaba con placer. Sus encuentros sexuales comenzaron siendo salvajes en principio, para culminar con el tiempo en lánguidos y tristes clímax insatisfactorios, como el de la noche anterior, donde lo único que a ella le había quedado eran moretones y dolorosos cardenales por todo el cuerpo.

Yìzhǔ dejó escapar un leve gruñido que sacó a Akame de sus pensamientos, y volvió la atención hacia su marido. Comía con tanto deleite, que cada sonido emitido parecía suculento. Sin percatarse apenas, Akame pasó la punta de la lengua sobre sus propios labios, y se dispuso a comer ella misma.

Levantó los brazos para destazar hábilmente el platillo con dedos y uñas, abriéndose paso hacia el centro del manjar. Con avidez, imitó a Yìzhǔ, arrancando pequeños trozos que metió en su boca al tiempo que observaba a su marido. Éste daba cuenta de lo que quedaba del pequeño cuerpo inerte de Yang sobre la mesa.

Akame cerró los ojos para masticar su platillo, y no mirar cómo la vida se alejaba de Yin.

Sin embargo, no pudo evitar una débil sonrisa al sentir en el paladar el dulce sabor de la carne que se mezclaba deliciosamente con el amargo sabor de su tristeza.






(En la cultura y folklor chino, el Jiang Shi es el zombi oriental, que resulta tan aterrador en su realidad humana como los zombies haitianos. Se traduce como “cadáver rígido”. Las leyendas cuentan que se les encuentra siempre ataviados con los uniformes funerarios del ejército de la dinastía Qing.Se  alimenta de seres humanos, y se transforma tras haber tenido una muerte violenta, como la enfrentada por los soldados en las guerras).

viernes, 4 de diciembre de 2015

Angel de la guarda, por Margarita Aizpuru

   

Elsa sostenía entre sus manos los anillos de su madre. Los apretaba mientras oía con la cabeza baja los regaños. De vez en cuando asentía, aceptando su culpa, pero no soltaba los anillos.

-Dámelos, Elsita, eres muy pequeña para usarlos.

La niña seguía con su actitud, en tanto su mamá volteaba hacía la cuna, donde el recién nacido empezaba a llorar reclamando alimento.

-Tu ángel de la guarda se va a poner triste. Esos anillos son míos y los tomaste sin permiso.

La pequeña abrió las manos, su mamá tomó los anillos, se los puso y corrió a calmar al bebé. Deseando ayudar, Elsa agarró el biberón con las manos sucias. El llanto del bebé se incrementó y cuando la señora vio a Elsa ofrecerle el biberón lleno de manchas de mugre, su paciencia llegó al límite.

-¡Lávate las manos inmediatamente y no vuelvas a tocar nada de tu hermano!

Elsa corrió al baño y se lavó las manos con agua. A sus escasos tres años, el jabón estaba muy alto y no tenía estatura suficiente para alcanzarlo. Sólo podía abrir el grifo y medio cerrarlo, dejando un pequeño hilillo de agua. Su cerebro comprendía solo una parte de lo que pasaba y últimamente todo estaba lleno de nuevas cosas: su hermano, la cuna, biberones y amenazas. Sobre todo lo último. Se imaginaba su ángel de la guarda a sus espaldas, llorando, enojado a veces. Otras, temía lo peor: que se enfermara, como su mamá, y se fuera unos días al hospital, donde le darían un nuevo niño para cuidar, y entonces ella quedaría sin ángel.

Durante la cena, Elsa había olvidado sus temores respecto al ángel y comía unas salchichas frente al televisor. Su mamá bañaba a su hermano. La niña se acostó temprano y se durmió inmediatamente.

En medio de la noche la despertó el fuerte aleteo de un pájaro grande y un golpe en la pared. Se levantó, fue hacia un gran perro de peluche colocado bajo la ventana y se subió en él. Corrió un poco la cortina y buscó al pájaro entre las ramas. No vio nada y regresó a la cama. Cerró los ojos y escuchó un chillido tenue cuando la vencía el sueño.

En la mañana, estaba tan inquieta que apenas pudo soportar el largo proceso de ser vestida y tomar el desayuno. Pidió permiso de jugar en el jardín. Su madre accedió, dándole un paquetito que contenía donas azucaradas. Buscó con cuidado al pájaro en los árboles, sobre el césped, caminando con cuidado para no pisarlo. Así llegó a un rincón donde crecían alcatraces en grandes cantidades. Los separó con las manos y vio algo que la conmovió: su ángel de la guarda yacía entre los alcatraces con los ojos entrecerrados y un ala llena de sangre.

El ángel parecía haberla visto, pero no se movía. Era muy feo y pequeño, del tamaño de Elsita. Un ángel de niños. Se llenó de terror al pensar que si su ángel moría nadie iba a cuidar de ella, y apretó las manos haciendo que el empaque de las donas crujiera. El ángel abrió los ojos y lanzó una mirada ansiosa a las donas. La niña abrió una esquina del empaque y el ángel estiró la mano, esperando el alimento. Levantó un poco su cuerpo adolorido, arrebató el paquete de donas y se las comió con todo y empaque.

Esa fue una señal. Elsa corrió a la cocina y extrajo toda clase de golosinas: galletas, dulces y una botella de plástico con jugo de naranja. Llevó las cosas en etapas, usando la falda como medio de transporte. Trabajaba de prisa, pero cada vez que llegaba el ángel se había comido todo. El jugo de naranja pareció gustarle mucho e hizo señas a Elsa pidiendo más. La niña negó con la cabeza y trató de explicarle que ya no había jugo en casa.

Habiéndose saciado, el ángel empezó a acariciarse el ala herida. Elsa acercó su pequeña mano y trató de tocarlo. El ángel se retiró. La niña vio las grandes manchas de sangre y corrió a la casa para pedirle a su mamá que lo curara. La encontró lavando trastes en la cocina, con el rostro descompuesto por la falta de sueño.

-¡Mi ángel de la guarda se cortó un ala! ¡Está tirado! ¡No puede volar!

La madre apenas giró la cabeza.

-Ayúdalo tú, yo estoy ocupada. Arriba en el baño hay banditas.

La niña subió las escaleras de prisa. Cuando estaba inclinada sacando las banditas, vio una caja de pañuelos desechables y la tomó. El sol estaba en lo alto cuando Elsita terminó de curar al ángel. En el ala herida brillaban las banditas. La sangre que manchaba los pañuelos desechables lucía de un rojo intenso. Eso fue lo último que la pequeña recordó. Nunca pudo precisar en que momento el ángel dejó el rincón del jardín, pero sabía que siempre la cuidaría como ella cuidó de él.

Al paso del tiempo Elsa crecía y se alegraba, pues su ángel se desarrollaba junto con ella. Lo sentía grande y fuerte, vigilándola. La adolescencia llegó y con ella las primeras dudas de la existencia del ángel. La universidad y la edad adulta no permitieron que aquellos recuerdos, hechos ya jirones, fueran parte de su realidad. El ángel había sido una fantasía infantil.




Estaba en París, dejándose seducir por un cuadro enorme en el museo del Louvre. Era el primer viaje que hacía sola ejerciendo su libertad de adulta. Miraba fascinada al ángel del cuadro: alto, rubio, fuerte. Los recuerdos le murmuraban que había algo de cierto en el pasaje de su infancia y la lógica le gritaba que eran ilusiones. Atrás de ella, un hombre tenía sus ojos fijos en sus manos adornadas con anillos muy valiosos. El hombre se tensó cuando Elsa volteó. Desvió un poco su mirada codiciosa, no sin antes haber captado la gruesa cadena de oro del cuello. La siguió durante horas en su recorrido por el museo. Cuando salieron a la calle ya estaba oscuro.

Elsa caminaba distraída rumbo al hotel, apretando las manos por las sensaciones que había despertado en ella, el cuadro del ángel. Su perseguidor acariciaba una navaja. La joven se desvió hacia un callejón estrecho, solitario, sumido en un silencio apenas interrumpido por los pasos detrás de ella. Su corazón se desbocó cuando volteó y vio la silueta amenazadora, y la navaja lanzando destellos de muerte. Se precipitó a la distante salida. Sentía al asaltante acercándose. Un grito se congeló en su garganta. Ante la cercana muerte, la mente se le nubló. Oyó un aleteo. Era fuerte, poderoso y provocó un viento que le alborotó el cabello. Las piernas se le doblaron y cayó de rodillas. Se cubrió el rostro y esperó el ataque.

Los pasos se extinguieron. Elsa quitó las manos de su cara y volteó. Su perseguidor yacía en un charco de sangre con la cabeza semidesprendida. A un lado, un enorme ser desplegó sus alas mostrando una cicatriz en una de ellas. Su ángel de la guarda había crecido. Sus recuerdos eran ciertos, y esa certeza la llenó de serenidad, mientras la mortecina luz de la luna iluminaba el gigantesco cuerpo de la gárgola.