viernes, 7 de agosto de 2015

Itanacrón, Por Paco Pacheco



A Roberto Gutiérrez


Todo cuanto recuerdo se relaciona con el viaje. Hemos dormido a la intemperie, bajo cielos encapotados, en medio de chubascos o con la cegadora luminosidad de las estrellas muy por encima de nosotros. Una vez, entre el ulular de las lechuzas, presenciamos una intensa lluvia de estrellas. Y hemos dormido entre paja, a un costado de mulas y de bueyes, con la única herramienta de un bieldo al alcance de la mano… Una mañana desperté en una habitación ocupada casi en su totalidad por una colchoneta. Quienes me acompañaban, a excepción de mi madre, dormían sobre ella.


Me levanté, abrí una de dos puertas, y sin soltar la manija me asomé a un laberinto de muros tan elevados que sentí vértigo. Cerré la puerta y al recorrer con la vista el cuarto me percaté que dos de los durmientes ya no estaban. Extrañado, me dirigí a la segunda puerta. Era una especie de baño y nadie había. 


Volví la vista al cuarto: todos se habían marchado. Corrí a la otra puerta, la abrí y salí. Nada. A mis espaldas oí el clic de la cerradura. Di vuelta e intenté abrir. La puerta parecía atascada. Al dar un paso para alejarme en cualquiera de las dos direcciones del sinuoso corredor, vi a mi madre avanzando hacia mí con el bieldo en la mano derecha. (Se había levantado y salido desde muy temprano.) Unimos fuerzas y pudimos abrir la puerta. En cuanto lo hicimos, me abalancé sobre la colchoneta, la arrastré al corredor, y en el momento de cruzar el umbral se transformó en una especie de bolsa. “Algo” se agitaba sin cesar en ella. Coloqué la bolsa sobre un piso de losetas que vagamente recordaba un tablero de ajedrez, rasgué la tela con las manos y la cabeza de un animal, remotamente 

parecido a una salamandra, asomó. Es un Itanacrón, exclamó mi madre a mis espaldas, mientras el animal intentaba huir. No lo dejes escapar. Lo tomé de la cola y con un solo movimiento lo arrojé al cuarto. En cuanto cerré la puerta, intuí que algo había cambiado. El reptil recorría vertiginosamente el cuarto y a cada vuelta piso, muros, techo, puertas y hasta mi madre, envejecían. Yo no podía mirarme, pero en el rostro de mi progenitora adiviné que me habían aparecido canas y arrugas. La suposición se hizo certidumbre cuando uno de mis dientes rebotó en el piso. Entonces, en la segunda puerta, ya desvencijada, apareció una grieta y hacia ella se dirigió el reptil. Con sus últimas fuerzas mi madre empuñó el bieldo y en el momento en que el animal llegaba a la rendija, lo ensartó.

El cuarto se llenó de murmullos de selvas, de pantanos primordiales, provenientes de los muros. Fui hacia al bicharajo, lo tomé entre los dedos, me dirigí a la puerta que daba al laberinto, la abrí, y en el momento en que iba a arrojarlo se transformó en un revólver de calibre pequeño. Sentí su vacío recorriéndome el índice, la muñeca, el hombro… un paisaje de dunas me cruzó las pupilas y a poco oí la voz de alguien susurrándome: 

-Dispárate. Dispárate. Dispárate.

No se trataba de una orden. Nada de burla hubo. Pero sí poseía la seducción de las hojas cayendo en el otoño, de la paja crepitando al fuego, de la carne del ciervo en las fauces del felino.



Me disparé en la cabeza. El revolver rebotó en las losetas y ahí recuperó su forma de Itanacrón asaeteado. Contrario a mis expectativas, seguí de pie, y cuando el estupor se hubo disipado, di vuelta, volví al cuarto y en cuanto el clic de la cerradura sonó a mis espaldas, vi a mis compañeros dormidos sobre el piso. Hasta mi madre se encontraba allí, con su bieldo al alcance de la mano. Los desperté, salimos, y por días y noches vagamos en busca de una salida. Un mediodía radiante la encontramos. Al salir y alejarnos, descubrimos que el sitio recordaba en forma vaga un ojo gigantesco. Habíamos sido, quizás, la imagen prisionera de una pétrea pupila. Fuera de ella hemos vuelto a dormir a la intemperie, bajo cielos encapotados, en medio de chubascos, bajo la cegadora luz de las estrellas o con los copos de nieve asediándonos mientras el frío nos hace arracimarnos… Tal vez una mañana despertemos solos, en un cuarto del tamaño de nuestro cuerpo, con la oscuridad ciñéndonos como traje a la medida. Tal vez estamos en una brutal pupila, ésta en otra, y otra y otra, porque lo atroz puede llegar a ser ilimitado.

2 comentarios:

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  2. Hay personas encerradas en la pupila equivocada, me congratulo de que no sea mi caso. ¿Estaré equivocada?
    Felicidades Paco, me pareció un juego de juegos de imaginación fascinante.

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