lunes, 25 de mayo de 2015

Cierta hospitalidad, por José Manuel Ruiz Regil




No supo de él hasta después de dos meses de haberse cambiado a ese departamento. Le llamaban la atención algunos detalles como las puertas abiertas, las luces prendidas, a veces. Pero no les dio mucha importancia, sino que se las achacó a una distracción congénita con la que se había acostumbrado a vivir. Para Martín era normal oír ruidos de trastos en la madrugada. Los platos y las tazas se acomodaban constantemente en las gavetas. El calentador se activaba automáticamente cuando bajaba la temperatura. No le asustaba ver las cortinas volar a través de la ventana abierta. Estaba acostumbrado a encontrar cosas donde no las había puesto, a comprar fruta cada vez que se acababa. (¿Quién más podía acabársela si no su compulsión nocturna?) Además, como ya dije, era muy distraído. Si no sabía cuánto pagaba de teléfono al bimestre, ni la hora a la que se acostaba, menos iba a llevar la cuenta de las manzanas.

Pero un día algo lo sacó de su habitual distracción para reparar detalladamente sobre su rutina, y buscar el por qué de esa novedad. Salió temprano a trabajar. Volvió de noche y encontró la luz de la estancia prendida. La botella especial de whisky vacía a la mitad, el radio prendido, y el clóset abierto en la recámara. Sobre la cama destendida todos los sacos y pantalones revueltos. Como si alguien hubiera estado probándoselos. Invertir el tiempo en esas vanidades no era un rasgo de su carácter. Además, lo último que hubiera hecho solo es abrir esa botella que le había regalado su padre, a quien le había prometido beberla con él una tarde de sinfónica.

Se puso fúrico y dio por ciertas todas las ideas que se había hecho de que en ese departamento no sólo vivía él con todas sus distracciones, sino que lo compartía con un fantasma. Apagó la radio. Gritó, insultó, amenazó, buscándolo con su dedo índice como si en realidad pudiera ubicarlo en el espacio, para asestarle el regaño como a un niño malcriado. Recogió el desorden y se acostó a dormir.

Al día siguiente sonó el despertador como todos los días a las seis de la mañana. Se puso de pie. Corrió al baño. Mientras se afeitaba vio en el espejo el reloj calendario, por detrás de su cara de pambazo embarrada de espuma. Tenía muy presente que el dieciocho era jueves porque había quedado con Amelia de llevarla a recoger un paquete al aeropuerto a las dos de la tarde. Y lo más importante, con ese pretexto había pedido el día libre en la oficina. No tenía por qué haberse levantado tan temprano.

-¡Carajo! –dijo a su espectro con la barba blanca a la mitad.

Salió del baño con la toalla en la mano y comenzó a dar latigazos al aire. Tiró algunas figurillas, lámparas y cuadros. Nada le importaba más que deshacerse de ese maldito espíritu que ya le había colmado la paciencia.

Ese día, después del aeropuerto Amelia y Martín comieron en el restaurante de la uve naranja. 
Ella no se aguantaba la risa cuando le contó lo que le había pasado en la mañana. A él le enojaba más que no tomara en serio lo que le decía, pero al verlo tan angustiado hizo como si le preocupara el tema también, aunque sus consejos y recomendaciones no carecían de cierto sabor a avionazo con el que habla quien no cree del todo lo que está diciendo. Pero algo sí le hizo click en la cabeza: que “los fantasmas necesitan cariño, por eso hacen travesuras”.

De noche, camino a casa, iba dándole vueltas a esa idea del cariño a los fantasmas, tanto, que al llegar ya iba convencido hasta de pedirle una disculpa al inquilino astral, por los gritos y los insultos que le había propinado esa mañana. Pero no hizo nada. Se sintió ridículo.

Preparó un café negro en silencio. Estuvo en la sala leyendo un cuento de H.P. Lovecraft, y como a las dos de la mañana se fue a la cama. Estaba desvistiéndose, doblando su ropa, cuando de pronto, sin razón alguna, se encendió el televisor. Así, de súbito, se asustó. Pero recordó las palabras de Amelia: “…necesitan cariño”. Sonrió para sus adentros, evocando sus risas de aquella tarde. Apagó la tele. Se sentó a la orilla de la cama con el control remoto en la mano.

-Sé que estás ahí. No debiste abrir esa botella. -dijo.

¿Qué ganas con desordenar mi clóset?

Mejor seamos amigos.

¿Qué opinas? … ¿Está bien?

Se puso de pie y siguió hablando.

¿Sí?

Se sentía estúpido hablándole al silencio.

-De acuerdo.

¿Amigos?

Se encendió el televisor.

Cogió el control remoto y cambió de canal.

-¿Fuiste tú, verdad?

Se apagó el televisor.

-O.K. Amigos.

Bienvenido. Puedes hacer lo que te plazca, pero no abuses, eh –le advirtió, mirando hacia todas partes de la recámara, mientras se metía bien entre las cobijas y apagaba la luz para dormir.

-Buenas noches.

Cuando despertó Martín ni se acordó de su recién amigo. Con tanta prisa es difícil acordarse de lo que no se ve. Ese día fue uno de los más catastróficos de su vida. Juntas aburridísimas, embotellamientos a pleno rayo de sol, no pudo comer en la oficina porque el sindicato de meseros del restaurante estalló en huelga y él estaba estirando los últimos pesos de la quincena, y para colmo, de regreso cayó un aguacero que le echó a perder sus nuevos Prada. Todo lo que quería a esas alturas era volver a su departamento, tumbarse sobre la cama y olvidarse de todo.

Abrió la puerta de su anhelado refugio, el tres tres tres, por el que había pagado el ahorro de diez años, y, gracias a la juventud que el jogging cotidiano le había ayudado a conservar pudo asirse rápidamente de la chapa de la puerta luego de abrirla, pues de no haberlo hecho habría caído al vacío que dejó la ausencia del piso de madera con tapetes persas, libreros, sillones, mesas, baño, cocina y todo lo que era, hasta ese día, su única y verdadera posesión. Entonces sí que se acordó del maldito espíritu.

Mientras este misterio se resuelve Martín vive en casa de Amelia. Ella se ha convertido en estudiosa de la espectrología, y él se ha vuelto loco buscando un abogado que quiera reclamar a la compañía de seguros su robo sobrenatural. Casi nadie cree en fantasmas.


lunes, 18 de mayo de 2015

Bestiario Mixcoatleco (2015) A: La Arpía


Celeno, La Obscura.
Por Mariana Vega





“No hay monstruo más aciago que ellas, ni peste alguna 
más cruel o castigo de los dioses nació de las aguas 
estigias.

Rostros de doncella en cuerpos de ave, nauseabundo el 
excremento de su vientre, manos que se hacen garras y 
rasgos siempre pálidos de hambre.” 

Virgilio. La Eneida.


Cruzó el amplio salón en alas batientes buscando un espejo, algún objeto reflejante donde pudiese ver su imagen. 

Algunas noches atrás, mientras se servía la cena majestuosa a los comensales que frecuentaban el templo, comenzaron a circular historias sobre ella y sus hermanas. Unos aseguraban que eran criaturas femeninas con facciones y torsos voluptuosos que convocaban al pecado, pero con alas y patas de buitre, tan perversas que, en un descuido, famélicas podían devorarse tus ojos.

Otros, en cambio, contaban que eran en realidad monstruos infernales con alas demoniacas, de fétido olor que desprendían desde las entrañas; viejas y arrugadas fisonomías que dificultaban afirmar si en algún momento habrían tenido realmente algo parecido al rostro de una mujer:
“Son tan horrorosas –decían- que tienen patas de cuadrúpedo y cola de alacrán. Y están siempre ávidas por chuparnos la sangre.”

El resto de los comensales se echaba a temblar.

Las palabras le herían, al suponer que pudiesen ser verdades. Ella que, con su leonada cabellera había conquistado a los más bellos mozuelos, era difamada ahora hasta el punto de juzgarla como un ente de los infiernos. Y no era así; no podía serlo. Nadie que
cantase con la dulce tonalidad que ella lo hacía para atraer a los chiquillos podía ser hija de la podredumbre. Pero la duda que habían sembrado aquellos griegos con sus ficciones, era más avasalladora que su propia memoria.

En su desesperación y maniático revoloteo por encontrar un espejo, chocó de frente contra una columna al fondo del salón y se desplomó hasta estrellarse en el suelo.

Cuando abrió los ojos, un hombre de hermosos rasgos griegos la observaba consternado mientras la tomaba delicadamente entre sus brazos, alzándola en vilo.

Agradecida, ella se arrebujó en su toque; él le dijo palabras de consuelo susurrando su nombre: “Tranquila, Celeno, tranquila”, la consoló. 

Y de repente, sin darle tiempo, traicionero, la metió en una jaula dorada y la encerró. 

Azorada, se asomó al fondo de un minúsculo cuenco de agua para ver, por fin, su reflejo. Su plumaje amarillo le recordó lo que no debía olvidar cada vez que lograba escapar de la jaula: no era una arpía, y los sueños de grandeza no estaban destinados a los canarios de tienda.

viernes, 15 de mayo de 2015

La Arpía, por Carmila -Urpilla-



Uno de los peligros que vivían, cada determinado tiempo, los pobladores de ese mundo alejado de la civilización y sus tentaciones, era el de La Cacería Salvaje. Les estaba prohibido observar dicho evento, pues los cazadores eran muertos, almas perdidas o deidades y espíritus malévolos de ambos sexos. Ese grupo fantasmal de exploradores ataviados con indumentaria de caza, cabalgaban en corceles de ocho patas y perros-cabezas de cocodrilo asesino gigante, rastreadores certeros que en desenfrenada persecución a través de los cielos, a lo largo de la tierra o por subterráneos imposibles de indagar, aparecían de pronto y sin aviso.


Las personas que tenían la desgracia de estar en camino cuando esto sucedía, podían arrojarse al suelo y dejar que las flamígeras patas de los caballos las incineraran o bien abandonarse a esos hambrientos perros de dos cabezas o si tenían suerte, ser arrancados por la partida y pasar a ser un feroz integrante de la misma.

Fergusson, que había tenido la imperiosa necesidad de salir con su hijita esa noche de luna púrpura, vio con terror surgir de la nada La Cacería y únicamente tuvo tiempo de abrazar a su pequeña Becket. Paralizado por el terror contempló con ojos aumentados como aparecía en exhalación la llamada Arpía, cuya estampa se encontraba en los muros de las casas del pueblo y de la ladera de esa enorme montaña, sin que nadie, aseguraban, la hubiera pintado.

La Arpía, cuyo rugido levantaba espasmos telúricos, era la de múltiples mamas, de la que había escuchado hablar desde niño a su abuela, siempre espantada, siempre llevándole ofrendas de flores, granadas y carneros recién nacidos, a ese altar que los antepasados de sus antepasados habían erigido para rendir tributo a ese feroz monstruo de rostro de fémina velada, pero con garras de águila e inmensas alas de murciélago, cuya boca poseída de furia se abría descomunalmente para tragarse al mundo, si le apetecía.

Esa noche, frente a Fergusson y Becket, abrió su inconmensurable quijada, y en menos de un tris, tras, escupió los huesos humeantes y hediondos de los pútridos seres de esa Cacería Salvaje.

Fergusson escuchó estallar la risa clara de Becket cuando la brisa levantó apenas el velo del monstruo. Eso lo obligó a voltear a ver a su pequeña, precipitándolo a tierra sin sentido.

Cuando volvió en sí, su cuerpo era una temblona incontrolable. Fue cuando sintió las manitas de Becket, que aún reía, luchando por voltearle la cara y mirarlo de frente.

El rostro de su pequeña era de una belleza deslumbrante, idéntico al de la Arpía.

Cerró los ojos ante el temor de verla abrir su -quizás- inconmensurable quijada.