viernes, 8 de enero de 2016

Mutante, por José Manuel Ruiz Regil



Lento, sensual, arrastraba su cuerpo. Mano y pata izquierda escamosas adelantaban terreno. Las seguían mano y pata contrarias. Abría las fauces. Mostraba su rosada lengua, en medio de esas hileras contradictorias de dientes puntiagudos y afilados. Sus ojos solares ardían alrededor de unas pupilas romboides que se contraían y se dilataban rápidamente al caer la concha rugosa de sus párpados. Su cola barría, pesada, la tierra en un semi-círculo alargado, que dejaba a su paso una estela de barro y detritus. El caimán se acercaba a la noche luego de un agitado día de caza en el pantano.




Caía la noche, la bestia se petrificó ante la ausencia de luz. Una suave neblina reveló el pulso con que el anfibio pacía bajo la enramada. Luego de un aluvión que dejó húmeda la tierra y abrillantó la piel tornasol del saurio, las escamas de sus extremidades inferiores se desprendieron como lajas de piedra, dejando ver unas pantorrillas de mujer tersas, torneadas por el camino, bronceadas a la intemperie. Entre ellas el dorso largo del animal definía en piel hombros, nalgas, piernas, pies de hombre, haciendo de las líneas de crestas paralelas una sola columna vertebral. Su movimiento misionero respondía a la suave acogida del vientre que penetraba con espasmódicas embestidas. Los brazos de ella se entrelazaban a los de él, que la aplastaba con el peso de su pasión; rayaron mariposas en la arena. Las fauces, hacía poco infectas, tenazas de muerte, ahora eran bocas que se devoraban con fruición.




Copularon toda la noche, sobre la tierra y bajo la luna hasta la primera luz. El híbrido hermafrodita recobró su anfibia naturaleza. Los gritos, gemidos y susurros, vahídos y salivas nocturnas, amanecieron rugidos en medio de la selva.





José Manuel Ruiz Regil

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