El joven aprendiz de pintor copia entusiasmado en su cuaderno las suaves líneas de la escultura. La mano izquierda ensaya su vuelo primero, sin presión del carbón sobre el papel y luego repite, trazando con certeza, de un solo movimiento, la espalda femenina. Después la cadera amplia enfatizada por la flexión hacia delante de todo el cuerpo, y las nalgas que descansan sobre unos talones tersos, el arco del pie, ligeramente arrugado y la punta de los dedos, alineados simétricamente.
A unos cuantos metros ella lo observa detenidamente. Su mirada sigue con entusiasmo los tropiezos de la mano, empuñando el carbón. Sonríe para sí. Disimula, bajo su sombrilla de raso rojo escarlata. Se acerca un poco más para ver su trabajo. Ella se da cuenta de que el joven, aunque un poco desparpajado para su gusto, tiene talento. Ya casi ha terminado de copiar esa escultura. El advierte su presencia, pues además de su evidente belleza, no es común ver a una mujer de vestido largo con polizón y guantes blancos en el tráfico de Av. Juárez a las doce del día. El se intimida un poco, pero se siente orgulloso de su tarea. -¿Te gusta? -le dice él. Por respuesta ella hace una mueca sonriente y da media vuelta, cerrando el paraguas y dándole vuelta en círculos alrededor de su mano, para seguir observándolo en el silencio. Él continúa su trabajo. Vuelve los ojos al bronce. Detalla los pliegues de las íngles, las rodillas y la sombra del seno que descansa sobre el muslo. La sensación de postración es total, la entrega de esta figura femenina a la tierra es un anhelo de pertenecer a ella, de sucumbir bajo su oscuro manto mineral en la nostalgia.
Ella se fascina mirándolo hacer. Él se sabe mirado y se esmera. La busca de reojo.
Aparece frente a él. Le ofrece la mano. Él la sigue a través de las calles sin tocarla adonde su suave caminar lo guía. Suben al quinto piso de un edificio en la calle 16 de septiembre. Los pasos decididos de la chica hacen dudar al joven que, como puede, acomoda sus instrumentos de trabajo en la bandolera y calza su cuaderno de hojas blancas a su axila, rodeándolo con el largo de su brazo. Ella abre la puerta del número 502. Ante ellos una estancia amueblada a la manera del siglo XIX: Tapices, pesadas cortinas de terciopelo, vitrinas llenas de exquisita cristalería, un comedor circular de caoba, pequeño, pero elegante. Y al fondo la sala estilo Luis XIV, rematada con una chimenea aún humeante. Ella comienza a descubrir sus hombros coqueteando con él, pero no emite una sola palabra. Su piel es blanca, brillante, tersa a la vista. El no sabe qué hacer. Ella lo mira con malicia, ordena con fuerza, amenaza, con un leve fruncimiento de labios, chantajea con la sonrisa. Él entiende que desea ser pintada e inicia ansioso una serie de bocetos. Mientras tanto ella se va deshaciendo muy delicadamente del resto de la ropa hasta dejarse ver en plenitud. El suave contorno de sus líneas resulta tan parecido al de la escultura que a unas cuadras el joven artista trabajaba que su mano fluyó, experta. Agotó las hojas de su cuaderno ensayando estudios de sus hombros y cuello, de su perfil, de su torso y caderas, los detalles de los pies debajo de los olanes verde olivo de su vestido, el tocado adornado con flores de la estación. Toda ella estaba retratada en fragmentos de papel y carbón dispersos sobre los sillones, tapetes cojines de la sala. Sin aviso, y con la misma naturalidad con que se había desprendido de su atuendo, la chica fue escondiendo poco a poco su belleza. La tarde dejaba ver su adormecimiento ya a través de la tenue luz que atravesaba el cortinaje claro de los visillos. Le ayudó a recoger los trazos regados de su imagen múltiple y lo despidió con un beso en el umbral de la puerta. La hoja de madera giró en sus visagras y Antón quedó a la deriva de la oscuridad del edificio, patidifuso, incrédulo, maravillado. Obsesionado con la figura de la chica que tanto se parecía a los estudios de escultura que él bocetaba cinco pisos abajo, volvió a su casa y se quedó lucubrando sobre tan enigmático acontecimiento. Al día siguiente volvió frente a la escultura, y el otro y el otro también. Cada mañana hasta el medio día, en que el sol destruía por completo el juego de sombras que él tanto buscaba, y esperando que se repitiera aquel milagro. Siempre en silencio y atento a esa aparición fugaz.
Pasó un tiempo y una vez acabada su tarea, antes de abandonar el corredor de Avenida Juárez y la Alameda, donde se reunía con sus amantes frías de bronce, volvió al edificio Ocampo. Dio al portero una descripción de la mujer que buscaba. Le enseñó sus retratos -algunos-, le contó que apenas hace unos días había estado con ella en el departamento del quinto piso. El portero no sabía de quién le estaba hablando, él tenía más de cuarenta años trabajando en ese edificio y jamás había visto a alguien con esas características, pero le inquietaba algo en la memoria. No tuvo por más respuesta que darle al artista una vana esperanza. -Vuelva mañana, como a esta hora.
Al día siguiente Antón estaba puntual para recibir la noticia. El viejo portero estaba dormitando detrás del mostrador donde despachaba a los visitantes del edificio. Despertó un poco sobresaltado y dejó caer de entre sus brazos un álbum antiguo con fotografías en blanco y negro. Eran hojas de cartón negro anudadas con un cordoncillo entre dos argollas herrumbradas. Solícito, Antón rodeó el escritorio y ayudó a recoger el legajo. Medio agradecido por la atención, y celoso por el valor que representaba ese álbum para don Ángel, se hizo a un lado para que el chico terminara de recoger la papelería. -¡Es ella! -Gritó-, recogiendo el cartoncillo claroscuro que se había desprendido de sus esquineros dorados, y sin dejar de mirar. -¡Es ella! Por mucho tiempo se especuló que una mujer anciana que vivió en ese departamento hace unas décadas podría haber sido la hija de Ocampo, el escultor, pero no hablaba con nadie, era muy discreta y casi no salía. Al morir ella la casa quedó abandonada, sin nadie que la reclamara o trajera noticias de sus propietarios.
-Es ella. Estoy seguro -repitió en voz baja. Tan desolado vio al chico el viejo que recogió la foto y se la entregó. -Si usted la vio, es suya. Cuídela. Ella lo ha escogido para ser recordada.
jmrr, 2015