martes, 6 de septiembre de 2016

Las Incógnitas de El Jardín

A Hieronymus Bosch, El Bosco,

en el Quinto Centenario de su Muerte

Por Paco Pacheco


1. Las andanzas de las delicias



De la totalidad de la producción pictórica de Jeroen van Aken, más conocido como Hieronymus o Jheronimus Bosch, o simplemente El Bosco, El Tríptico del Jardín de las Delicias es la obra más ambigua y, simultáneamente, la más compleja y atractiva.

La fecha en que se pintó, oscila entre 1500 y 1505.
En 1967 un estudioso de su obra, Ernst Gombrich, dio a conocer la primera descripción, realizada por Antonio de Beatis en 1517, a un año de la muerte del artista. Beatis sitúa el Tríptico en la colección de Enrique III de Nassau, en su palacio de Bruselas, y dice del panel central: Hay además algunas tablas con diversas extravagancias, donde se desfiguran mares, cielos, bosques, campos y muchas otras cosas, unas que salen de una almeja marina, otras que defecan grullas, mujeres y hombres, blancos y negros en diversos actos y maneras, pájaros, animales de toda clase y con mucha naturalidad, cosas tan agradables y fantásticas que a quienes no tengan conocimiento de ellas, de ningún modo se les podría describir bien. Décadas después, al ser entregado en 1593 al palacio del Escorial, en España, se asentó que provenía de la subasta de bienes del prior D. Fernando, de la Orden de San Juan, hijo natural del duque de Alba, quien había recibido el encargo de confiscar los bienes de la familia Nassau. Fue así como el Tríptico pasó de la familia Nassau, a la familia de Alba, y de allí al Escorial.

Actualmente se encuentra en el Museo del Prado, adonde llegó en 1940.


domingo, 6 de marzo de 2016

El cementerio de Praga (primera parte), por Paco Pacheco


Homenaje a Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, Italia, 5 de enero de 1932 - Milán, Lombardía, 19 de febrero de 2016)



Advertencia

Este no es un estudio profundo y sistemático sobre El cementerio de Praga; son, apenas, anotaciones marginales, impresiones, aclaraciones para uno mismo, constancias del impacto producido por la lectura, reflexiones instantáneas, apuntes sobre las emociones suscitadas por la novela. Ni siquiera podría proponerlo como crítica impresionista, sino a lo más como producto del encuentro de uno de tantos lectores con El cementerio de Praga.

Un epígrafe

Epígrafe.- Texto breve, generalmente de otro autor. Puede usarse para dar un indicio del tono, un anticipo del tema, o porque guarda una relación misteriosa con el libro. El epígrafe de El Cementerio de Praga proviene de Carlo Tenca y es una poética de la novela histórica, donde el énfasis se coloca en el carácter episódico como procedimiento para desviar la atención del hecho principal. Al incluirla, Eco se hace eco, e indica que la suya es una novela de ese tipo, con las características planteadas por el señor Tenca.


Tercera persona

Guiados por un Narrador en tercera persona, recorremos un barrio del París de fines del siglo xix y llegamos a la place Maubert. Nuestro guía se detiene para indicarnos el tipo de negocios, aclara términos de caló carcelario usuales en el barrio, hace comentarios tan eruditos como humorísticos… Culta es su afirmación de que ese sitio, en la Edad Media, fue centro de la vida universitaria y más tarde ahí se ejecutó a librepensadores. Ahora es zona de maleantes. Sí: los espacios cambian de signo y puede que acaben convirtiéndose en reverso de lo que fueron.

Siguiendo a nuestro guía a través de callejuelas que parten de esa plaza, llegamos a un negocio de aparadores descuidados. Entramos: atiborramiento de cosas disímiles, viejas e inservibles, llenas de polvo. Nos adentramos y el espacio se vuelve ordenado; más dentro aún, objetos costosos… Este recorrido tal vez no esté de más; situar a un personaje en zona de maleantes es, quizás, un indicio de su perfil.

Al descubrir al hombre del escritorio inmerso en la escritura, nuestro narrador pide no preguntarle quién es, a qué se dedica, cuál es su historia, pues en ese momento, igual que nosotros, acaba de conocerlo. (En otras palabras, él está fuera de la historia que se contará, desconoce cómo se llama, qué ha hecho “ese” que vemos, cómo ha llegado allí, qué piensa… Sí: nuestro guía es un narrador extradiegético, y su función, asegura, se limita a situarnos en tiempo y en espacio, aunque más adelante resumirá, ordenará el material y comentará lo consignado para reducir el desorden.)

Hecha la aclaración, nos deja con el protagonista y, al alejarse, nos percatamos de que ha procedido, hablando en términos de técnicas cinematográficas, como si se tratara de una toma secuencia: el zoom avanzó desde la panorámica hasta place Maubert, remontó las sinuosidades de la calle, descubrió el negocio, entró, hizo un paneo, avanzó al segundo espacio, se detuvo un momento, llegó al tercer espacio, y al descubrir al hombre, se detuvo. La toma tuvo algo de moroso y nos permitió entrever, sin dejar de avanzar, detalles del ambiente.



Pero también, al mostrarnos esos tres espacios, tan distintos, aunque pertenecientes a un solo personaje, fuimos de la esfera de lo público a la esfera de lo íntimo y, simultáneamente, esa diferencia de espacios anuncia una primera discrepancia entre aparecer y ser, al tiempo que arroja un misterio sobre el desconocido que allí habita.

martes, 9 de febrero de 2016

Désespoir, por José Manuel Ruiz Regil




El joven aprendiz de pintor copia entusiasmado en su cuaderno las suaves líneas de la escultura. La mano izquierda ensaya su vuelo primero, sin presión del carbón sobre el papel y luego repite, trazando con certeza, de un solo movimiento, la espalda femenina. Después la cadera amplia enfatizada por la flexión hacia delante de todo el cuerpo, y las nalgas que descansan sobre unos talones tersos, el arco del pie, ligeramente arrugado y la punta de los dedos, alineados simétricamente.


A unos cuantos metros ella lo observa detenidamente. Su mirada sigue con entusiasmo los tropiezos de la mano, empuñando el carbón. Sonríe para sí. Disimula, bajo su sombrilla de raso rojo escarlata. Se acerca un poco más para ver su trabajo. Ella se da cuenta de que el joven, aunque un poco desparpajado para su gusto, tiene talento. Ya casi ha terminado de copiar esa escultura. El advierte su presencia, pues además de su evidente belleza, no es común ver a una mujer de vestido largo con polizón y guantes blancos en el tráfico de Av. Juárez a las doce del día. El se intimida un poco, pero se siente orgulloso de su tarea. -¿Te gusta? -le dice él. Por respuesta ella hace una mueca sonriente y da media vuelta, cerrando el paraguas y dándole vuelta en círculos alrededor de su mano, para seguir observándolo en el silencio. Él continúa su trabajo. Vuelve los ojos al bronce. Detalla los pliegues de las íngles, las rodillas y la sombra del seno que descansa sobre el muslo. La sensación de postración es total, la entrega de esta figura femenina a la tierra es un anhelo de pertenecer a ella, de sucumbir bajo su oscuro manto mineral en la nostalgia.


Ella se fascina mirándolo hacer. Él se sabe mirado y se esmera. La busca de reojo.
Aparece frente a él. Le ofrece la mano. Él la sigue a través de las calles sin tocarla adonde su suave caminar lo guía. Suben al quinto piso de un edificio en la calle 16 de septiembre. Los pasos decididos de la chica hacen dudar al joven que, como puede, acomoda sus instrumentos de trabajo en la bandolera y calza su cuaderno de hojas blancas a su axila, rodeándolo con el largo de su brazo. Ella abre la puerta del número 502. Ante ellos  una estancia amueblada a la manera del siglo XIX: Tapices, pesadas cortinas de terciopelo, vitrinas llenas de exquisita cristalería, un comedor circular de caoba, pequeño, pero elegante. Y al fondo la sala estilo Luis XIV, rematada con una chimenea aún humeante. Ella comienza a descubrir sus hombros coqueteando con él, pero no emite una sola palabra. Su piel es blanca, brillante, tersa a la vista. El no sabe qué hacer. Ella lo mira con malicia, ordena con fuerza, amenaza, con un leve fruncimiento de labios, chantajea con la sonrisa. Él entiende que desea ser pintada e inicia ansioso una serie de bocetos. Mientras tanto ella se va deshaciendo muy delicadamente del resto de la ropa hasta dejarse ver en plenitud. El suave contorno de sus líneas resulta tan parecido al de la escultura que a unas cuadras el joven artista trabajaba que su mano fluyó, experta. Agotó las hojas de su cuaderno ensayando estudios de sus hombros y cuello, de su perfil, de su torso y caderas, los detalles de los pies debajo de los olanes verde olivo de su vestido, el tocado adornado con flores de la estación. Toda ella estaba retratada en fragmentos de papel y carbón dispersos sobre los sillones, tapetes cojines de la sala. Sin aviso, y con la misma naturalidad con que se había desprendido de su atuendo, la chica fue escondiendo poco a poco su belleza. La tarde dejaba ver su adormecimiento ya a través de la tenue luz que atravesaba el cortinaje claro de los visillos. Le ayudó a recoger los trazos regados de su imagen múltiple y lo despidió con un beso en el umbral de la puerta. La hoja de madera giró en sus visagras y Antón quedó a la deriva de la oscuridad del edificio, patidifuso, incrédulo, maravillado. Obsesionado con la figura de la chica que tanto se parecía a los estudios de escultura que él bocetaba cinco pisos abajo, volvió a su casa y se quedó lucubrando sobre tan enigmático acontecimiento. Al día siguiente volvió frente a la escultura, y el otro y el otro también. Cada mañana hasta el medio día, en que el sol destruía por completo el juego de sombras que  él tanto buscaba, y esperando que se repitiera aquel milagro. Siempre en silencio y atento a esa aparición fugaz.


Pasó un tiempo y una vez acabada su tarea, antes de abandonar el corredor de Avenida Juárez y la Alameda, donde se reunía con sus amantes frías de bronce, volvió al edificio Ocampo. Dio al portero una descripción de la mujer que buscaba. Le enseñó sus retratos -algunos-, le contó que apenas hace unos días había estado con ella en el departamento del quinto piso. El portero no sabía de quién le estaba hablando, él tenía más de cuarenta años trabajando en ese edificio y jamás había visto a alguien con esas características, pero le inquietaba algo en la memoria. No tuvo por más respuesta que darle al artista una vana esperanza. -Vuelva mañana, como a esta hora.


Al día siguiente Antón estaba puntual para recibir la noticia. El viejo portero estaba dormitando detrás del mostrador donde despachaba a los visitantes del edificio. Despertó un poco sobresaltado y dejó caer de entre sus brazos un álbum antiguo con fotografías en blanco y negro. Eran hojas de cartón negro anudadas con un cordoncillo entre dos argollas herrumbradas. Solícito, Antón rodeó el escritorio y ayudó a recoger el legajo. Medio agradecido por la atención, y celoso por el valor que representaba ese álbum para don Ángel, se hizo a un lado para que el chico terminara de recoger la papelería. -¡Es ella! -Gritó-, recogiendo el cartoncillo claroscuro que se había desprendido de sus esquineros dorados, y sin dejar de mirar. -¡Es ella!  Por mucho tiempo se especuló que una mujer anciana que vivió en ese departamento hace unas décadas podría haber sido la hija de Ocampo, el escultor, pero no hablaba con nadie, era muy discreta y casi no salía. Al morir ella la casa quedó abandonada, sin nadie que la reclamara o trajera noticias de sus propietarios.


-Es ella. Estoy seguro -repitió en voz baja. Tan desolado vio al chico el viejo que recogió la foto y se la entregó. -Si usted la vio, es suya. Cuídela. Ella lo ha escogido para ser recordada.

jmrr, 2015

viernes, 8 de enero de 2016

Mutante, por José Manuel Ruiz Regil



Lento, sensual, arrastraba su cuerpo. Mano y pata izquierda escamosas adelantaban terreno. Las seguían mano y pata contrarias. Abría las fauces. Mostraba su rosada lengua, en medio de esas hileras contradictorias de dientes puntiagudos y afilados. Sus ojos solares ardían alrededor de unas pupilas romboides que se contraían y se dilataban rápidamente al caer la concha rugosa de sus párpados. Su cola barría, pesada, la tierra en un semi-círculo alargado, que dejaba a su paso una estela de barro y detritus. El caimán se acercaba a la noche luego de un agitado día de caza en el pantano.




Caía la noche, la bestia se petrificó ante la ausencia de luz. Una suave neblina reveló el pulso con que el anfibio pacía bajo la enramada. Luego de un aluvión que dejó húmeda la tierra y abrillantó la piel tornasol del saurio, las escamas de sus extremidades inferiores se desprendieron como lajas de piedra, dejando ver unas pantorrillas de mujer tersas, torneadas por el camino, bronceadas a la intemperie. Entre ellas el dorso largo del animal definía en piel hombros, nalgas, piernas, pies de hombre, haciendo de las líneas de crestas paralelas una sola columna vertebral. Su movimiento misionero respondía a la suave acogida del vientre que penetraba con espasmódicas embestidas. Los brazos de ella se entrelazaban a los de él, que la aplastaba con el peso de su pasión; rayaron mariposas en la arena. Las fauces, hacía poco infectas, tenazas de muerte, ahora eran bocas que se devoraban con fruición.




Copularon toda la noche, sobre la tierra y bajo la luna hasta la primera luz. El híbrido hermafrodita recobró su anfibia naturaleza. Los gritos, gemidos y susurros, vahídos y salivas nocturnas, amanecieron rugidos en medio de la selva.





José Manuel Ruiz Regil

miércoles, 30 de diciembre de 2015

La Bañista

Por Bea Cármina -La Urpillo-




Vino de una quimera, pequeña como una libélula. Sus alas atrajeron un dulce viento; su caudal de oro, perfume de jazmín, iluminó el centro de su cuerpo, se soñó primavera. La voluntad de sus miembros la abandonó, y un no sé qué la invadió de melancolía. Laxa, se refugió a pleno sol en una molicie de retozo, acurrucándose en el rincón izquierdo del labio superior de Mona Lisa.

Vinieron del pasado, pequeñas como libélulas. Sus alas atrajeron los vientos racheados; sus hilos áureos, sabor de verano, iluminaron sus caderas; se soñó muñeca antigua, la voluntad de sus sinuosidades viajaron a través de siglos y un no sé qué de remembranzas la cobijó en crepúsculos, un rictus de angustia se le impuso; las escaleras de Escher le provocaron arcadas, las palomas se le difuminaban por entre los dedos, se cubrió el rostro, el aroma de sus sollozos deslavaron trazos, extinguieron figuras.

Vinieron del presente, desde el centro de la tierra, a bandadas, a raudales; eran pequeñas, ávidas de desvaríos, sus alas atrajeron tempestades, sus cadenas transparentes, de tintineos sofocaron su pecho hasta que el latido de su corazón se hizo insufrible. Quiso ensordecerse cubriéndose de luna, pero la luna se desgajó arrastrándola en negritud de pozos hasta un reflejo de agua clara que enrojeció en fragmentos de corazón mecanizado. Con su cabeza de león, su cuerpo de cabra y cola de dragón, fue apareciendo la serpiente que mordiéndose su extremo se fue tragando siglos hasta deglutir el tiempo marcado por el reloj astronómico de Praga, despojando la vida de sentido.

   
Plagas de pequeños insectos con alas, depredadores ágiles, emergieron de larvas acuáticas para coser con sus picos disimulos, labios y oídos y, agitando sus alas volaron alrededor de la tierra invadiendo continentes de semblantes, la gente aulló su desaliento, sus cerebros se mudaron en relojes de Dalí, derramándose blandamente en desiertos personales encerrando a la siempre bañista, que en lobreguez de suspiros se enmascaró de tumba.

Las horas se amortiguan, los instantes se alargan, el mutismo enardecido por cuerdas vocales vibrantes, silenciadas desde el principio de los tiempos, se tensan hasta el infinito.

   
Pero a pesar de guerras, Apocalipsis, destrucciones deshumanizadas, avernos de libélulas, las bañistas inmutables de Asnière, bellas y congeladas en el tiempo, o las de la playa-pincel de Picasso, estilizadas, colosales, escultóricas, en poses audaces que ondean al viento, protegen y encuadran a nuestra primer bañista que descuidada en diagonal, desde este preciso momento, recompone su lado izquierdo.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Jiang Shi, Por Mariana Vega

Jiang Shi

Mariana Vega



Sentados a la mesa, Akame observaba con meticulosidad a su marido mientras éste comía su cena, enfundado en su lustroso uniforme militar de la dinastía Qing. Silencioso y taciturno, Yìzhǔ siempre se había caracterizado por ser un hombre que poco llamaba la atención; era casi invisible para la sociedad.

Ella no estaba segura de qué le había atraído de él, pero aún ahora, acentuado hasta el colmo su silencio y distancia, estaba agradecida por los gemelos que, juntos, gestaron diez años atrás.

Yang se parecía a Yìzhǔ, quizás demasiado; pocos amigos en el colegio, parco en su hablar y concentrado en sus libros durante la mayor parte del día.

Yin, por su parte, era una niña dulce y cariñosa; gustaba de jugar con sus muñecas o acariciar durante horas a su pequeño perro, Lee.

Akame sonrió. Los niños eran la razón de ser de aquel matrimonio que, con el paso del tiempo, parecía desmoronarse.

A últimas fechas, desde la batalla perdida en Xinhai, su marido decidió cerrar todo canal de comunicación con su familia, eternizando los silencios y evadiendo las caricias. Tan grande era su desprendimiento afectivo, que Yìzhǔ ni siquiera se dio cuenta de la mirada acuciosa de Akame. Se limitaba a inclinarse sobre la mesa disfrutando de la comida.

Era el único acto al que se entregaba con placer. Sus encuentros sexuales comenzaron siendo salvajes en principio, para culminar con el tiempo en lánguidos y tristes clímax insatisfactorios, como el de la noche anterior, donde lo único que a ella le había quedado eran moretones y dolorosos cardenales por todo el cuerpo.

Yìzhǔ dejó escapar un leve gruñido que sacó a Akame de sus pensamientos, y volvió la atención hacia su marido. Comía con tanto deleite, que cada sonido emitido parecía suculento. Sin percatarse apenas, Akame pasó la punta de la lengua sobre sus propios labios, y se dispuso a comer ella misma.

Levantó los brazos para destazar hábilmente el platillo con dedos y uñas, abriéndose paso hacia el centro del manjar. Con avidez, imitó a Yìzhǔ, arrancando pequeños trozos que metió en su boca al tiempo que observaba a su marido. Éste daba cuenta de lo que quedaba del pequeño cuerpo inerte de Yang sobre la mesa.

Akame cerró los ojos para masticar su platillo, y no mirar cómo la vida se alejaba de Yin.

Sin embargo, no pudo evitar una débil sonrisa al sentir en el paladar el dulce sabor de la carne que se mezclaba deliciosamente con el amargo sabor de su tristeza.






(En la cultura y folklor chino, el Jiang Shi es el zombi oriental, que resulta tan aterrador en su realidad humana como los zombies haitianos. Se traduce como “cadáver rígido”. Las leyendas cuentan que se les encuentra siempre ataviados con los uniformes funerarios del ejército de la dinastía Qing.Se  alimenta de seres humanos, y se transforma tras haber tenido una muerte violenta, como la enfrentada por los soldados en las guerras).

viernes, 4 de diciembre de 2015

Angel de la guarda, por Margarita Aizpuru

   

Elsa sostenía entre sus manos los anillos de su madre. Los apretaba mientras oía con la cabeza baja los regaños. De vez en cuando asentía, aceptando su culpa, pero no soltaba los anillos.

-Dámelos, Elsita, eres muy pequeña para usarlos.

La niña seguía con su actitud, en tanto su mamá volteaba hacía la cuna, donde el recién nacido empezaba a llorar reclamando alimento.

-Tu ángel de la guarda se va a poner triste. Esos anillos son míos y los tomaste sin permiso.

La pequeña abrió las manos, su mamá tomó los anillos, se los puso y corrió a calmar al bebé. Deseando ayudar, Elsa agarró el biberón con las manos sucias. El llanto del bebé se incrementó y cuando la señora vio a Elsa ofrecerle el biberón lleno de manchas de mugre, su paciencia llegó al límite.

-¡Lávate las manos inmediatamente y no vuelvas a tocar nada de tu hermano!

Elsa corrió al baño y se lavó las manos con agua. A sus escasos tres años, el jabón estaba muy alto y no tenía estatura suficiente para alcanzarlo. Sólo podía abrir el grifo y medio cerrarlo, dejando un pequeño hilillo de agua. Su cerebro comprendía solo una parte de lo que pasaba y últimamente todo estaba lleno de nuevas cosas: su hermano, la cuna, biberones y amenazas. Sobre todo lo último. Se imaginaba su ángel de la guarda a sus espaldas, llorando, enojado a veces. Otras, temía lo peor: que se enfermara, como su mamá, y se fuera unos días al hospital, donde le darían un nuevo niño para cuidar, y entonces ella quedaría sin ángel.

Durante la cena, Elsa había olvidado sus temores respecto al ángel y comía unas salchichas frente al televisor. Su mamá bañaba a su hermano. La niña se acostó temprano y se durmió inmediatamente.

En medio de la noche la despertó el fuerte aleteo de un pájaro grande y un golpe en la pared. Se levantó, fue hacia un gran perro de peluche colocado bajo la ventana y se subió en él. Corrió un poco la cortina y buscó al pájaro entre las ramas. No vio nada y regresó a la cama. Cerró los ojos y escuchó un chillido tenue cuando la vencía el sueño.

En la mañana, estaba tan inquieta que apenas pudo soportar el largo proceso de ser vestida y tomar el desayuno. Pidió permiso de jugar en el jardín. Su madre accedió, dándole un paquetito que contenía donas azucaradas. Buscó con cuidado al pájaro en los árboles, sobre el césped, caminando con cuidado para no pisarlo. Así llegó a un rincón donde crecían alcatraces en grandes cantidades. Los separó con las manos y vio algo que la conmovió: su ángel de la guarda yacía entre los alcatraces con los ojos entrecerrados y un ala llena de sangre.

El ángel parecía haberla visto, pero no se movía. Era muy feo y pequeño, del tamaño de Elsita. Un ángel de niños. Se llenó de terror al pensar que si su ángel moría nadie iba a cuidar de ella, y apretó las manos haciendo que el empaque de las donas crujiera. El ángel abrió los ojos y lanzó una mirada ansiosa a las donas. La niña abrió una esquina del empaque y el ángel estiró la mano, esperando el alimento. Levantó un poco su cuerpo adolorido, arrebató el paquete de donas y se las comió con todo y empaque.

Esa fue una señal. Elsa corrió a la cocina y extrajo toda clase de golosinas: galletas, dulces y una botella de plástico con jugo de naranja. Llevó las cosas en etapas, usando la falda como medio de transporte. Trabajaba de prisa, pero cada vez que llegaba el ángel se había comido todo. El jugo de naranja pareció gustarle mucho e hizo señas a Elsa pidiendo más. La niña negó con la cabeza y trató de explicarle que ya no había jugo en casa.

Habiéndose saciado, el ángel empezó a acariciarse el ala herida. Elsa acercó su pequeña mano y trató de tocarlo. El ángel se retiró. La niña vio las grandes manchas de sangre y corrió a la casa para pedirle a su mamá que lo curara. La encontró lavando trastes en la cocina, con el rostro descompuesto por la falta de sueño.

-¡Mi ángel de la guarda se cortó un ala! ¡Está tirado! ¡No puede volar!

La madre apenas giró la cabeza.

-Ayúdalo tú, yo estoy ocupada. Arriba en el baño hay banditas.

La niña subió las escaleras de prisa. Cuando estaba inclinada sacando las banditas, vio una caja de pañuelos desechables y la tomó. El sol estaba en lo alto cuando Elsita terminó de curar al ángel. En el ala herida brillaban las banditas. La sangre que manchaba los pañuelos desechables lucía de un rojo intenso. Eso fue lo último que la pequeña recordó. Nunca pudo precisar en que momento el ángel dejó el rincón del jardín, pero sabía que siempre la cuidaría como ella cuidó de él.

Al paso del tiempo Elsa crecía y se alegraba, pues su ángel se desarrollaba junto con ella. Lo sentía grande y fuerte, vigilándola. La adolescencia llegó y con ella las primeras dudas de la existencia del ángel. La universidad y la edad adulta no permitieron que aquellos recuerdos, hechos ya jirones, fueran parte de su realidad. El ángel había sido una fantasía infantil.




Estaba en París, dejándose seducir por un cuadro enorme en el museo del Louvre. Era el primer viaje que hacía sola ejerciendo su libertad de adulta. Miraba fascinada al ángel del cuadro: alto, rubio, fuerte. Los recuerdos le murmuraban que había algo de cierto en el pasaje de su infancia y la lógica le gritaba que eran ilusiones. Atrás de ella, un hombre tenía sus ojos fijos en sus manos adornadas con anillos muy valiosos. El hombre se tensó cuando Elsa volteó. Desvió un poco su mirada codiciosa, no sin antes haber captado la gruesa cadena de oro del cuello. La siguió durante horas en su recorrido por el museo. Cuando salieron a la calle ya estaba oscuro.

Elsa caminaba distraída rumbo al hotel, apretando las manos por las sensaciones que había despertado en ella, el cuadro del ángel. Su perseguidor acariciaba una navaja. La joven se desvió hacia un callejón estrecho, solitario, sumido en un silencio apenas interrumpido por los pasos detrás de ella. Su corazón se desbocó cuando volteó y vio la silueta amenazadora, y la navaja lanzando destellos de muerte. Se precipitó a la distante salida. Sentía al asaltante acercándose. Un grito se congeló en su garganta. Ante la cercana muerte, la mente se le nubló. Oyó un aleteo. Era fuerte, poderoso y provocó un viento que le alborotó el cabello. Las piernas se le doblaron y cayó de rodillas. Se cubrió el rostro y esperó el ataque.

Los pasos se extinguieron. Elsa quitó las manos de su cara y volteó. Su perseguidor yacía en un charco de sangre con la cabeza semidesprendida. A un lado, un enorme ser desplegó sus alas mostrando una cicatriz en una de ellas. Su ángel de la guarda había crecido. Sus recuerdos eran ciertos, y esa certeza la llenó de serenidad, mientras la mortecina luz de la luna iluminaba el gigantesco cuerpo de la gárgola.